¿Alguno de vosotros sabe qué es el miedo? Supongo que sí ¿Lo han experimentado? Es posible que por lo menos en una ocasión. Pero, ¿Lo habéis vivido en su más álgida expresión?, ¿lo habéis experimentado de tal manera que te cambie la vida para siempre? En vuestro caso no lo sé. En el mío, sí. Fue sólo un minuto, quizá un segundo, no estoy completamente seguro, sólo sé que el momento duró menos de lo que una persona puede aguantar la respiración. Lo sé porque cuando ocurrió mi experiencia, yo contuvo la respiración, no a propósito, sino por el hondo y petrificador miedo que se apoderó de mí. Cuando me acordé de respirar, la vista se me apagó y…
Bueno, antes de llegar al final creo que debo empezar.
Antes que nada, me presentaré. Mi nombre es José Mejía, actualmente tengo treinta años y vivo con mi esposa y dos hijos en una pequeña aldea del departamento de Jalapa, a más de cien kilómetros de la cabecera departamental.
El momento que aún me aterra en mis sueños y me causa intranquilidad durante la vigilia ocurrió hace dos años, una madrugada de un día de febrero. El día anterior había decidido viajar al pueblo, a la cabecera departamental concretamente. Ahora bien, para llegar a buena hora a mi lugar de destino debía levantarme muy temprano y salir a esperar la camioneta que pasaba a las cuatro de la madrugada.
Pues bien, habiendo decidido que saldría muy temprano al siguiente día, me acosté a dormir muy temprano. No sé si por cosa del destino o por azar, pero me dormí tan profundamente que cuando desperté, mi reloj señalaba las cuatro de la mañana con diez minutos. Me puse de pie de un salto, molesto conmigo mismo, y con mi esposa ya que ni ella se había despertado.
—¿Qué sucede? —preguntó ésta, somnolienta, al percatarse de que había abandonado la cama.
—Que me dormí —respondí malhumorado—. La camioneta ya debió haber pasado.
Terminando la frase estaba cuando a la distancia escuché el sonido de un pito. Era un pito inconfundible, era el pito de mi autobús. Por alguna razón se había retrasado, por lo que aún podría abordarla. A toda prisa me vestí lo mejor que pude y salí presuroso a la carretera justo a tiempo para hacerle la señal de parada.
A primera vista parecía el bus de siempre. Grande, blanco con franjas verdes. La luz del interior iluminaba la silueta de sus pasajeros, algo más numerosos de lo común, pero nada del otro mundo. De manera que se trataba de la camioneta de siempre, la misma en la que había viajado al pueblo infinidad de veces.
La puerta se abrió y yo subí. La puerta se cerró con un chasquido a mis espaldas.
¡Oh, horror!
Su chófer y los pasajeros eran esqueletos. ¡Sí, esqueletos solamente! Con sus cráneos relucientes, las cuencas de los ojos vacías, la boca luciendo una sonrisa escalofriante, las costillas blancas y delgadas.
—Coge asiento —indicó el conductor. Acto seguido él y los pasajeros se desternillaron de risa.
¿Os podéis imaginar algo así? Es lo más horrendo de lo horroroso, lo más tenebroso de lo macabro, lo más escalofriante del miedo.
¡Esqueletos humanos desternillándose de risa! Mientras yo, paralizado por el horror, permanecía de pie frente a todos ellos.
Cuando respiré por primera vez en la camioneta, todo a mí alrededor se volvió negrura y creo que me desmayé. Cuando desperté era ya de mañana y me encontraba tirado en el cementerio de la localidad.
No sé qué ocurrió para despertar en un cementerio, ni siquiera me atrevo a conjeturar. Pero hay algo de lo que estoy seguro, lo que experimenté no fue un sueño, ni nada parecido. Como prueba tengo a mi esposa, quien asegura haber visto que yo abordé la mencionada camioneta.
Real o no, el terror que experimenté no es comparable con nada.