John siempre se había sentido atraído por el lago. Le gustaba sentarse a la sombra de los olmos, alisos, amates y abedules que lo circundaban. Le gustaba sentir la suave brisa sobre su rostro mientras admiraba la singular belleza del lago. Le gustaba ver las ondas concéntricas que provocaban los peces al asomarse a la superficie, el chapoteo de las gaviotas cuando intentaban atrapar su comida, y sobre todo, le gustaba aquella sensación de calma que le producía todo el conjunto.
Pero por supuesto, no todos eran de su misma opinión, ni mucho menos.
El lago tenía una muy mala reputación frente al resto del pueblo. Muchos no se asomaban a un kilómetro de él, ni con compañía, mucho menos solos. En todos los rincones del pueblo se contaban historias terroríficas acerca del lago, cada cual más descabellada que la anterior. La opinión general era que estaba embrujado y que un monstruo habitaba sus profundidades. John ya estaba suficientemente crecidito para considerar tales tonterías. Además, siempre había visitado el lago, nunca había visto nada fuera de lo normal.
Las versiones de la historia del monstruo del lago eran tan numerosas como personas creían en ello. Un monstruo de diez tentáculos era lo que había visto Marlon, el hijo del carnicero; el padre desmintió la historia del hijo, sólo para contar su versión: en ella el monstruo tenía cincuenta y siete tentáculos.
Jenny, la de los tres novios, contó que en una ocasión fue a bañarse al lago (en su versión iba sola, pero todos suponían que no era así) y por poco no fue devorada por un cocodrilo del al menos siete metros. Joaquincito, el niño que repartía el periódico contó que lo que había en el lago no era un monstruo, sino una sirena. Al siguiente día avisó a su madre que iría al lago para ver a la sirena y ya no regresó.
Como Joaquincito, eran varias las personas que habían desaparecido en los derredores del lago, lo que no ayudaba precisamente a mejorar su reputación. Tres años atrás habían encontrado a don Jorge muerto en el lago, dicen que tenía el cuerpo destrozado, como si una fiera lo hubiera atacado. Seis meses después, una pareja que andaba de visita fue atacada, la mujer murió y el hombre fue llevado a un psiquiátrico debido a que lo único que sabía decir eran incoherencias.
Después fue una niña, luego Joaquincito, ninguno de los cuerpos había sido hallado. Durante el último año se habían reportado hasta cuatro desapariciones. La gente relacionaba todas las desapariciones con el lago, pero John opinaba que sólo lo hacían por miedo. Además de don Jorge y la otra mujer, no habían encontrado más muertos en el lago, sólo lo tachaban a él como culpable, a John le parecía una injusticia.
Por eso John era uno de los pocos que aún visitaban el lago. A él ninguna de las tontas historias lo mantendría alejado de su lugar predilecto. Acostumbraba visitarlo una vez por semana, sábados o domingos, principalmente. En ocasiones se llevaba sus cuadernos para estudiar, otras veces su reproductor de MP3, y en otras, como en esa ocasión, se llevaba una caña para pescar.
A John le gustaba pescar. Le gustaba recostarse sobre un tronco podrido que había a la orilla y desde allí lanzar el anzuelo. Le gustaba cuando un pez picaba la carnada y daba pequeños tironcitos a la cuerda. Le gustaba la sensación de tirar la cuerda poco a poco hasta atrapar al pez, aunque no siempre se tenía un final feliz. Le gustaba sostener a la presa en sus manos, abrirle las agallas y pasarle el pedazo de cordel que siempre llevaba para que no se fueran. Lo que no le gustaba mucho, pero lo soportaba, era el rapapolvo que su madre le daba por ir solo a ese lugar tan peligroso.
Ese día aún no había atrapado nada, y eso que ya llevaba cerca de una hora recostado en el viejo y mugriento tronco. Lo más raro era que ni un pez había mordido la carnada, eso lo verificaba cuando sacaba la cuerda del lago para inmediatamente volver a lanzarla. Era como si definitivamente ese día no hubiera peces. Pero no le preocupaba demasiado, aún era temprano, por lo que aún había tiempo para seguir intentándolo.
Las enormes ondas concéntricas que surgieron bajo las ramas de amates, cincuenta metros a su derecha, lo pusieron en tensión. Eran demasiado grandes para ser de un pez. John fijó la vista en ellas, sin moverse del tronco, hasta que se diluyeron. Se encogió de hombros en un gesto de desinterés y volvió a concentrarse en la cuerda.
Un minuto después, las ondas concéntricas volvieron a aparecer, siempre bajo las ramas de amates. John clavó la vista nuevamente en ellas. De pronto, en el centro, afloró un sombrero de copa, negro, como esos que usan los magos. Más que temor, lo que John experimentó fue curiosidad. ¿Qué hacía un sombrero de ese tipo en el lago? O mejor aún, ¿A quién podría pertenecer?
Lentamente el sombrero empezó a deslizarse en la superficie del lago, arrastrado por el viento en la dirección que John se encontraba. A John le pareció un bonito sombrero, muy bonito para ser sincero, podría recuperarlo y ponérselo para presumir frente a sus amigos. Sí, eso haría.