Cuentos de terror

La mujer del diablo

Ramiro José llegó al pueblo una noche de invierno. Una ligera llovizna caía desde la mañana. Estaba completamente empapado y el frío le calaba hasta los huesos. Marina, su yegua colorada no parecía encontrarse mejor que él. Las crines empapadas le caían enredadas sobre el largo cuello. Su andar cadencioso y cansado eran resultado del ánimo del animal y del clima.

Ramiro José juró por lo bajo y por lo alto, por lo útil y lo inútil, que se detendría ante la primera casa que encontrara para pasar la noche. También rezó para que los propietarios de la casa fueran personas de trato afable a las que se les pudiera hacer entender que era un pobre viajero que necesitaba un lugar donde pasar la noche.

La lluvia empezaba a arreciar y las ráfagas de viento parecían a punto de tumbarle, ya fuera a él o a Marina, cuando a la distancia vislumbró una débil luz. El corazón le dio un vuelco de alegría, y, habría jurado que Marina también la percibió y sabía lo que significaba porque la montura alzó el cuello y produjo un ruido como de agrado.

—¿Ya la viste eh, preciosa? —dijo Ramiro José—. Ahora acelera el paso para llegar pronto a cobijo.

Marina, entendida como era, aceleró el paso y ni la tormenta ni los fuertes vientos hicieron que redujera la marcha hasta llegar a la casa de donde provenía la luz. Sin que Ramiro José hiciera movimiento alguno, Marina se detuvo frente a las rejas de una casa de dos plantas, vieja, pero que sin embargo parecía acogedora. El olor a guiso y la parpadeante luz del interior, lo que hacía suponer una fogata en la chimenea, la hacían más atractiva aún.

Ramiro bajó de Marina, abrió la reja y llegó hasta la puerta de la vivienda. Tuvo que llamar tres veces para que alguien le atendiera.

—¿Quién? —preguntó una voz femenina en el interior.

—Un simple viajante que busca un lugar donde pasar la noche y algo que llevar a su boca —manifestó Ramiro.

Escuchó el chirrido de los pasadores al ser retirados, luego; la puerta se abrió dejando a la vista a la más hermosa mujer que Ramiro José había visto. Era alta, esbelta, de cabello largo, negro, liso y sedoso, tenía el rostro con forma de corazón, cuyos labios gruesos y rosados parecían hechos para ser besados. ¡Por todos los Dioses, les juro que Ramiro sólo deseaba besarlos!

—Sed bienvenido, buen hombre —saludó la encantadora dama.

—Me encuentro empapado, hambriento y agotado, sólo quiero sentarme junto a vuestra chimenea, comer algo y tener un montón de paja donde pasar la noche —solicitó Ramiro—. También necesito algo para mi compañera —continuó, acariciándole el cuello a Marina—, os lo pagaré.

—Tenéis aspecto de ser persona honrada…

—Lo soy —se adelantó Ramiro.

La esbelta dama sonrió.

—De acuerdo. Siendo así tenéis permiso para pasar a mi casa —concedió la bella dama—. Atrás encontrareis el establo y heno para vuestra yegua.

Ni qué decir que Ramiro José no esperó a que se lo dijeran dos veces. Alumbrando el camino con una lámpara proporcionada por su anfitriona condujo a Marina al establo. Cuando entró a la vieja casa para calentarse junto a la chimenea, su yegua se encontraba calentita y comiendo una gran bala de heno.

—Bebed —dijo la anfitriona, ofreciéndole una humeante taza de café. Ramiro la aceptó—. Dentro de un momento estará la cena.

—Muchas gracias. —Era el mejor café que Ramiro había probado en su vida. No pudo evitar que una sonrisa de satisfacción aflorara a su rostro. La dama le respondió con otra igual de cálida—. Disculpe que no me haya presentado, soy Ramiro José —dijo tendiéndole la mano libre.

—Es un placer, Ramiro —saludó la dama estrechándole la mano que le ofrecía. Su tacto era tan suave y tan cálido que Ramiro deseó no soltarla jamás—. Podéis llamarme Darinia.

—El placer es mío Darinia. —Muy a su pesar tuvo que soltarle la mano.

Ramiro se quedó a solas en el salón mientras la anfitriona retornaba a la cocina para terminar el guiso que tan delicioso aroma irradiaba. Las tripas de Ramiro rugían exigiendo alimentación inmediata. El salón, amueblado con mobiliario antiquísimo era cálido y acogedor. En el centro había dos amplios sillones. Además de éstos había una mesita, un librero con viejos y gruesos volúmenes, un par de maceteros, algunos cuadros en los que aparecían mujeres y hombres de gesto adusto (Ramiro supuso que eran parientes de Darinia, muertos o quizá no) y algunas sillas de respaldo alto (una de las cuales Ramiro ocupaba y que había acercado a la chimenea).




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