Cuentos de terror

El muerto de la carretera

Era noche cerrada. La mortecina luz de la luna cubría la tierra con un manto amarillento. David consultó la hora en su teléfono celular: las doce y cinco. Ya era lunes. Los faros del coche iluminaban la desierta carretera mientras conducía a la ciudad. Había ido a visitar a sus padres durante el fin de semana. Siempre acostumbraba ir a verlos al menos una vez al mes. Lo normal era que se quedase a pasar la noche con ellos y se levantase a las cinco de la mañana para regresar temprano a la ciudad. Pero aquel día había reunión a las cinco de la mañana en las instalaciones de la empresa para la que trabajaba, por lo que tras la cena y una larga charla con sus progenitores había optado por regresar esa misma noche.

Conducía a velocidad moderada y una canción romántica sonaba en el estéreo cuando las luces iluminaron la silueta de un coche, fuera de la carretera. El coche se había salido de la carretera y se había estampado contra un árbol. Su primer pensamiento fue continuar su camino, pero la curiosidad pudo más que la prudencia. Así fue como estacionó su coche en la orilla y bajó a dar un vistazo.

No tenía lámpara a la mano, pero la luz de la luna permitía ver con cierta claridad después de que los ojos se hubieron acostumbrado a ella. Se trataba de una camioneta, algo pasada de moda, negra y de vidrios oscuros. Había caucho allí donde los neumáticos habían derrapado. El árbol contra el que chocó estaba inclinado, como si el golpe hubiese estado a punto de derribarlo. La parte delantera de la camioneta estaba aplastada, tenía el capote levantado y encogido y los vidrios de las ventanillas rotos.

David se acercó cautelosamente a la camioneta. Con la luz de la pantalla del celular iluminó el asiento del conductor. No había nadie. David retrocedió impresionado, había esperado encontrar al desafortunado conductor hecho un desastre y sin vida, sin embargo, no había nadie. Luego reparó en la sangre que había en los bordes del vidrió de la ventanilla delantera, el hombre había salido por allí.

Con creciente horror, pero igual curiosidad, avanzó hacia adelante. Encontró al conductor recostado contra el tronco de un árbol diez metros más adelante. El rastro de sangre señalaba que se había arrastrado y que él mismo se había puesto en aquella posición. David observó horrorizado y maravillado la escena. El hombre tenía cortes en el rostro, los brazos y el tórax. Las piernas las tenía dobladas en un ángulo tan grotesco que alguien con menos estómago habría vomitado allí mismo. David se maravillaba que el hombre hubiese tenido aliento para arrastrarse hasta allí.

Estaba muerto.

Los pantalones negros estaban rotos y manchados de sangre. La playera, con la imagen de una calavera en la parte frontal, también estaba rasgada allí donde los vidrios le habían desgarrado la carne. Tenía la cabeza apoyada contra el árbol y los párpados cerrados. De pronto los ojos se abrieron. Dos ojos blancos y grandes.

David retrocedió, y por poco cae de culo.

—¡A-a-a-yu-da! —gimió el hombre mientras extendía una mano hacia él.

David retrocedió un par de pasos, dio media vuelta y corrió despavorido hasta su coche. Puso el motor en marcha y condujo para alejarse de allí. Más tarde se reprendería por haber reaccionado así. Había sido por temor, sí, eso era. Durante una fracción de segundo había tenido la terrible sensación de que el hombre estaba muerto y que le pedía ayuda desde el más allá, desde el mundo de los no vivos. Su mente racional le decía que eso no era posible. Pero una parte de su ser le decía lo contrario.

Llegó a su casa cerca de la una de la madrugada y se echó a dormir de inmediato. Le costó un mundo conciliar el sueño. En la pantalla de su mente veía desfilar una y otra vez aquellos ojos enormes y blancos. Si no eran los ojos era el cuerpo entero. Veía los arañazos, los desgarrones en su piel, sus piernas atrofiadas. Y cuando no era lo uno ni lo otro, en el fondo de su mente oía la palabra «¡A-a-a-yu-da!», tal cual la había pronunciado el muerto, débil, susurrante, cargada de dolor y miedo.

Después, mucho después de haberse acostado, y tras medio centenar de vueltas en la cama, se sumergió en un sueño liviano e intranquilo. Cosa nada rara, soñó con el muerto de la carretera. Lo soñó tal cual lo había visto, con el pantalón negro y desgarrado, con la playera de la calavera en la parte delantera manchada de sangre, con las piernas en un ángulo repulsivo. Y él estaba allí, de pie. Entonces el hombre abrió aquellos ojos inhumanos y con su último aliento extendió la mano hacia él y suplicó su ayuda. Despertó jadeante y sudoroso. Aterrorizado escudriñó la oscuridad de su habitación, tenía la sensación de que algo o alguien oscuro y maligno lo vigilaba. Pero no había nadie, sólo estaba él, su entrecortada respiración y su sudor.




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