Cuentos de terror

Relato de un condenado

Me encuentro encerrado en la celda más oscura que se pueda imaginar. Oscura creo que es una palabra que se queda corta. En realidad es negra, completamente negrísima. Agito mis pecadoras manos frente a mi rostro, siento el aire que se agita con su paso, pero no veo nada. A veces, en mi casa, cuando se iba la energía eléctrica y todo se quedaba oscuro, bastaba con quedarme sentado un rato, esperando que los ojos se acostumbraran a la falta de luz, luego era posible distinguir las siluetas de lo que me rodeaba. Pero aquí no es posible eso. Llevo muchas horas acá, arrebujado contra la pared de mi prisión, pero todo sigue igual, tan negro como los crímenes que me trajeron a mi celda.

Porque soy un criminal. Lo soy. También un pecador. Aunque creo que ambas cosas son lo mismo. Lo que hice pudo haber sido obra de la locura. Si me hubiese dejado atrapar, y hubiera confesado estar loco, probablemente me hubieran creído, y mi castigo habría sido un par de años en un manicomio. Pero los hubiera no existen, o al menos eso escuché alguna vez, allá, en el mundo de los hombres. Y lo que hice, lo hice en pleno poder de mis facultades mentales. Por eso es que estoy aquí.

Aquí, en la negrura de mi celda, rememoro lo que hice en el mundo de arriba, en el mundo de los humanos. Mi sentido del tiempo me dice que llevo en esta celda horas, un día cuando mucho. Apenas he abandonado el mundo de los humanos, de los hombres, sin embargo, lo siento como algo lejano, como algo que jamás volveré a ver ni tocar. Corazonadas que presiento no están del todo desencaminadas.

Recuerdo que allá era un hombre solitario, hosco y resentido con la vida. Casado hasta hacía tres años, pero que las golpizas que le propinaba a mi esposa después de cada borrachera, hicieron que el matrimonio se resintiera poco a poco hasta concluir en divorcio. Lo que más me dolió del divorcio fue la pérdida de mis dos pequeñines, Mike contaba con cinco años en el momento de la separación, y Carina solamente contaba con tres añitos de edad.

Hacía un par de años que había dejado de amar a mi esposa, más concretamente; exesposa. Sin embargo, cuando me enteré que tenía un amante, fue como una bofetada, como un mazazo en mi decaído corazón. Días después me enteré que su amante no era nadie más que Ben, mi mejor amigo. ¡Oh dolor tan atroz! Cómo el corazón humano puede sufrir tanto y no sucumbir instantáneamente.

Me sentí traicionado (y que pocas son las emociones que hacen sufrir tanto como el sentirse traicionado), no sólo por mi mujer, sino también por mi mejor amigo. Yo sabía que tarde o temprano mi mujer tendría que rehacer su vida, pero lo que no esperaba es que pensase rehacerla con mi mejor amigo. Ex mejor amigo.

De manera que resolví matarlo. Que rehiciera su vida con quien quisiera, menos con un amigo.

También sopesé durante largas noches asesinarla a ella. Pero desistí en tales pensamientos por el amor que profesaba a mis pequeñines. Los quería más que nada en el mundo, y no sería yo quien los dejara sin madre.

El día que cometí el más horrendo de los pecados, ayer probablemente, amaneció sombrío y lúgubre. Como si fuese un presagio de mis macabras intenciones. Recuerdo que pasé medio día sentado en un banco, en mi habitación, mientras con un paño húmedo de aceite, frotaba una y otra vez mi 38, portadora de muerte. Sonreía con malicia mientras en mi mente mataba una y otra vez a Ben. Sí. Primero le miraría a la cara y le gritaría que nunca de los nunca debió haberse enredado con mi exesposa. Después le dispararía en el corazón.

Después de mediodía salí a dar una vuelta. El revólver escondido en mi cintura. Estaba nervioso, es cierto, pero era más por ansiedad que por miedo. Ansiedad porque llegase la noche y pudiese ajustar cuentas con el amante de mi mujer. Recuerdo que pasé la tarde deambulando por todos lados.

Fui a comer a un pequeño restaurante. Me tomé unos tragos en la cantinita de don Sergio. Charlé un rato con Vicky, la hija de doña Marta, la señora del almacén de la esquina, y dejé entrever que mis sentimientos por ella eran menos fraternales de lo que parecían.

Hasta que por fin llegó la noche. El momento que estaba esperando. Entré al coche alquilado y fui a estacionarme frente a la casa de Ben, esperando que regresase del trabajo. Esperé con creciente nerviosismo el arribo de mi ex amigo. Pero éste no se produjo. Transcurrió una hora sin rastros de él. Ya impaciente, salí del coche y le pregunté a un vecino por Ben.

—Regresó algo más temprano del trabajo —informó—. Pero sólo estuvo un rato en casa. Después volvió a salir, imagino que a ver a su novia, la que era mujer de… —de pronto me reconoció— ¡Perdón! —balbució, la vista clavada en la punta de sus zapatos.




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