Amaneció gris y lúgubre. Un aura sombría cubría al pueblo como una mortaja. Esa atmósfera, casi tétrica, me hizo suponer que no sería un día cualquiera. Pero jamás soñé siquiera que alcanzaría tan estrepitoso nivel de extrañísimo. Cuando supuse que sería un día diferente, me refería a esos típicos días en los que el sol no calienta, los ánimos se apagan, uno se la pasa triste y melancólico y a veces no dan deseos más que de estar echado en la cama.
Y en efecto, al menos en un principio, parecía que el día estaba demarcado para seguir ese guion. Pero la naturaleza, la vida, el destino, Dios, El Demonio, o lo que fuera que desencadenó los sucesos que ocurrieron durante el resto del día, nos tenían preparada una sorpresa. ¡Una nada grata sorpresa!
En fin. Me levanté a eso de las ocho de la mañana. Era domingo, y no tenía sentido madrugar. Me acerqué a la ventana y descorrí las cortinas. Esperaba un torrente de cegadora luz matinal, sin embargo, lo que vi fue gruesos nubarrones grises que cubrían por completo el cielo. En otro tiempo habría creído que se trataba de nubes augurando tormenta, pero tras cuarenta años de vida, supe que ese día no habría lluvia, sólo nubes grises y lugubridad.
Le resté importancia al cielo y me fui a la cocina para tomarme un café. Después de todo, no tenía pensado hacer otra cosa más que ver televisión, rascarme la barriga y quizá leer un libro mientras me tomaba un Brandy. Ilena estaba afanada preparando el desayuno.
—Quiero un café —ordené, tomando asiento junto a una mesita.
—¡Hasta que te levantas! —chistó, depositando frente a mí una humeante taza de café negro—. Podrías haberte levantado más temprano y acompañar a tu hija a su partido.
Ilena siempre tenía reclamos para mí, cuando me levantaba y cuando me acostaba. Que se había descompuesto la lavadora, que las puertas necesitaban pintura, que Harry se había peleado con otro chiquillo en la escuela, que Danie no hacía sus tareas, que necesitaba pasar más tiempo con mis hijos, que dejara de tomar, que no fuera tan holgazán… Hoy era lo del partido de Marlene. Mi hija mayor ya tenía quince años, podía ir a su partido de fútbol sin necesidad de un guardián.
—Lo que menos necesito hoy es ver un montón de picapiedras tirando patadas sin sentido —repliqué.
—¡Pero bien que ves los partidos por la tele! —continuó ella.
—Es diferente —me defendí, dándole un sorbo a mi amargo café, me gustaba así, bien cargado—. Ellos son profesionales, hija.
Ilena me miró con el ceño fruncido durante un segundo, hice caso omiso, después bufó, negó con la cabeza y volvió a sus quehaceres. Cuando me dio la espalda alcé la vista un instante. Ilena era, a sus treinta cinco años, una rolliza mujer, más bien baja y de eterno ceño fruncido. Nada que ver con la muchachita con quien me había casado hacía diecisiete años, poco después de su décimo dieciocho cumpleaños.
Después de mi matutina taza de café, fui a darme una ducha. Cuando salí, el desayuno ya estaba listo.
—Hoy comerás solo —me dijo mi mujer, siempre de mal humor—. Harry y Danie se fueron a casa de Brenda, a jugar con sus primos.
—Aún estás tú —le dije. Aunque suponía su respuesta.
—Yo no tengo hambre. —Una de las excusas que había supuesto.
Me sirvió el desayuno y se fue a meter quién sabe a dónde. De no conocerla, hacía tiempo habría supuesto que tenía un amante; no tenía más que reproches y mal humor para mí. Incluso las escasas noches que me animaba a tocarla, no me rechazaba, pero tampoco ponía nada de su parte. Tampoco es que yo me esforzara mucho por reavivar el amor. Ya no la quería, así que me importaba una nada su comportamiento hacía mí. Excepto cuando me exasperaba.
Después del desayuno me puse a ver televisión un rato. Poco más tarde, Ilena bajó por las escaleras vestida como para un entierro: iba para la iglesia.
—Que te diviertas —le dije con ironía. Había ido un par de ocasiones a la iglesia y sabía que pocas cosas en el mundo eran más aburridas que la Casa de Dios. Ella me contestó con una mirada furibunda.
—Deberías hacer un poco de ejercicio —fue su despedida.
Tras cerrar la puerta, me asomé a la ventana para verla marchar, algo que nunca había hecho con anterioridad, excepto cuando aún estaba enamorado de ella.
Afuera el día seguía gris, casi oscuro. Nubarrones negros se paseaban con parsimonia en las alturas y una brisa suave, lóbrega, agitaba las hojas de los arbustos y flores que había en nuestro pequeño jardín. Aquella estampa oprimía mi corazón de una rara manera y me hacía sentir remordimientos por algo sobre lo que yo no tenía la menor idea. Mi esposa, con su falda hasta la rodilla, su chaqueta gris, y su bolso colgando del hombro, en la que sin duda alguna llevaba una biblia, estaba de pie frente a la casa vecina, esperando a Madelyn, la esposa del vecino, para marcharse juntas a la iglesia.