Cuentos de terror

El día del rayo (II)

Trémulo, me puse de pie y me deslicé con la sutileza de un ladrón hasta mi habitación en el segundo piso. Mientras ascendía por las escaleras, llegaban a mí los ruidos de la calle: perros gruñendo, ladrando y desgarrando; personas gimoteando y pidiendo ayuda; gritos, llantos y exclamaciones de todo tipo; incluso oí el zumbido del motor de un automóvil, oí como derrapaba y se estrellaba contra algún sólido muro.

Ya en mi habitación busqué deprisa un pantalón, así como una camisa y un par de zapatos. Me vestí deprisa y por último abrí el cajón de abajo del guardarropa. Allí estaba el revólver que mi padre me había regalado hacía diez años. Solo lo había utilizado en un par de ocasiones, y siempre para disparar al aire. No estaba seguro de para qué me podría servir ese día, pero intuí conveniente llevármelo.

Bajé sigiloso y me escurrí hasta la cochera. Presioné el botón para que la compuerta empezara a alzarse y, mientras ésta se alzaba, me metí en el auto, guardé el revólver en la guantera y puse el motor en marcha. Mientras esperaba a que la compuerta terminara de alzarse tuve un panorama sobrecogedor de lo que acaecía frente a mi casa.

Al principio no lo creí posible, todo era aún más raro y horroroso de lo que había presenciado al comienzo, pero tras un segundo tuve que hacerme a la idea de que era real. Don Jesús, el vecino que había sido desgarrado por su hijita, estaba de pie, como si nada le hubiese sucedido, y, en un momento dado, empezó a correr hacia donde se encontraba mi esposa, quien también estaba de pie, gritando, pidiendo auxilio, sin daño aparente y tratando de salir del círculo formado por la jauría de perros y Madelyn, la vecina.

Sofía, la hija de don Jesús, aún con aspecto demoníaco, lo observó correr un instante, luego se abalanzó sobre él otra vez. Al instante siguiente, mi mujer y don Jesús eran despedazados de nuevo, con la diferencia de que don Jesús había logrado llegar hasta mi esposa y era atacado también por un buen número de perros. En la otra casa, Bernard se puso de pie, aparentemente ileso, pero la sangre allí donde se había estrellado me confirmaba que en realidad sí se había lanzado desde el techo de su casa. En cuanto lo vieron los perros, varios de ellos se lanzaron sobre él y Bernard empezó a trepar con la agilidad de una araña por la pared de la casa.

Estupefacto, sin poder creer lo que veía, puse en marcha el automóvil y salí a la calle. Si por un instante pensé en prestar socorro a mi esposa y a don Jesús, cambié de idea cuando Sofía y unos perros miraron mi coche con ojos febriles y hambrientos. Corrieron hacia el coche en el momento en que yo pisé el acelerador a fondo y salí pitando de allí. Por el retrovisor vi que mis perseguidores dieron media vuelta y fueron a seguir la carnicería con don Jesús y mi esposa. Al fondo vi la silueta de Bernard estrellarse nuevamente contra el cemento de la carretera.

Estupefacto, anonadado, aterrorizado, son las únicas palabras que se me ocurren para describir el cúmulo de sentimientos, emociones y pensamientos que se arremolinaban en mi interior. Que unos perros y mi vecina atacaran a mi esposa, que una niña sufriera una monstruosa metamorfosis y que un joven se lanzara del techo de su vivienda, desafiaban con creces las leyes de lo que yo creía normalidad. Pero que tras unos pocos minutos esas mismas personas que yo vi ser asesinadas se levantasen como si nada hubiese sucedido, para luego ser atacadas de nuevo, y que el individuo que se suicidó se pusiese de pie para suicidarse de nuevo, eso era algo que no recuerdo haber visto siquiera en películas. Eso desafiaba aún más las leyes de lo posible y lo imposible.

Desafortunadamente no tuve demasiado tiempo para cuestionarme sobre algo a lo que evidentemente no le iba a encontrar una explicación lógica. Apenas aceleré el coche me di cuenta de que los extraños sucesos no ocurrían  sólofrente a mi casa, sino en todo el barrio, posiblemente en todo el pueblo.

Solamente había avanzado una manzana cuando vi a un grupo de niños, ninguno sería mayor de ocho años, atacando a una jovencita. En cuanto oyeron el ruido del auto volvieron la vista a éste, pero yo pasé de largo, y atropellé al único que logró ponerse frente al coche. No sentí ningún remordimiento por el niño, sabía que no era humano.

—¡Mi nieto! —exclamó una anciana al ver salir volando al chiquillo. Abrió la puerta de su casa y corrió a auxiliar al pequeño. No había dado ni cinco pasos cuando el resto de chiquillos ya estaban sobre ella, mordiendo y desgarrando.

Mi camino hasta el campo de fútbol donde debía encontrarse Marlene fue todo un espectáculo, horroroso y de locos sí, pero espectáculo. También fue una carrera, una carrera por mi vida y por la esperanza de encontrar a mis hijos sanos y salvos.




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