Cuentos de terror

El día del rayo (III)

Tenía ganas de llorar, tirarme de los pelos, maldecir a lo que fuera o a quienquiera que hubiera causado todo aquel desenfreno, pero la vorágine de acontecimientos que acaecían a mi alrededor no me lo permitían. Todo en derredor era caos, muerte, destrucción, peleas encarnizadas, sucesos horrorosos y extraordinarios… si me detenía, si perdía la concentración, si utilizaba un minuto en lamentarme y me olvidaba de mi entorno, era muy probable que al instante siguiente estuviera muerto.

Es cierto que era posible que al igual que el resto del mundo yo volviera a la vida, pero era algo que no estaba dispuesto a comprobar voluntariamente. De manera que tenía que mantener mis sentidos aguzados, mis nervios calmos y mi mente serena.

Mi preocupación inmediata eran mis dos hijos, Harry y Danie. Por Marlene poco o nada podía hacer. Atrapada en un círculo como en el que estaba, no veía cómo ayudarla. Así que me concentré en mis dos hijos de los cuales aún no sabía nada. Aún era probable que ellos estuvieran bien. Si así era aún podía ponerlos a salvo. Los metería al coche y los llevaría lejos del endemoniado pueblo.

Del campo de fútbol a la casa de Brenda, la hermana de mi mujer, donde debían estar los niños, había alrededor de un kilómetro de distancia. Un kilómetro de recorrido igual de demencial que el que había realizado de casa al campo, cuando no más. Los horrores y sucesos extraordinarios ocurrían allí donde posara la vista.

Vi a un conductor estrellar un coche contra la pared de una casa, después se bajó y buscó otro coche para repetir la maniobra. Me llamaba poderosamente la atención que la gente reviviera y las heridas sanaran y que sin embargo lo material sí sufriera cambios permanentes. Coches estrellados, muros caídos, verjas rotas, techos y paredes derrumbadas, todo permanecía igual y mucha de aquella gente no parecía darse cuenta. Pero había muchos que sí, aquellos que como yo no habían sufrido ningún tipo de trastorno, al menos no del tipo psicópata y suicida como el de la mayoría.

Me llevó mucho más tiempo del imaginado llegar a casa de mi cuñada. Un auto por aquí, por allá un camión, escombros por este lado, jaurías de perros rabiosos por este otro, hicieron que me detuviera y buscara calles alternas para llegar a mi destino. Grupos de personas de aspectos demoníacos, con garrotes, machetes, patas de muebles o cualquier cosa que sirviera para hacer daño, intentaron atacarme en tres ocasiones.

La primera vez me les escurrí por una calle lateral. La segunda caminé en reversa una manzana hasta doblar en una esquina. Mientras la tercera vez tuve que acelerar a fondo para abrirme paso a través de ellos. Golpeaban ferozmente el coche aun cuando tenían las ruedas encima. Escapé de ellos por un pelo, con los vidrios rotos y abolladuras por doquier.

Poco antes de llegar a casa de mi cuñada, topé con un grupo de policías. Salieron de improvisto de un pequeño callejón y apuntaron sus armas directamente a mi cabeza. Halaron de los gatillos sin dar tregua. Creí que era el fin. Pero no hubo sonido de ningún tipo. Supongo que ya habían utilizado las municiones contra otras personas.

La casa de mi cuñada parecía intacta a primera vista, como si estuviera fuera de la locura general. Frente a los muros de la parte delantera, un anciano con un bastón, supuse que era ciego por la torpeza de sus movimientos, caminaba dando tumbos en la calle. Las ropas raídas y manchadas de sangre lo identificaban como alguien que ya había sido víctima de muchos ataques. En cuanto oyó el sonido del coche empezó a correr en la dirección contraria a la mía. No tardó en tropezar y rodar por el suelo. No sé de dónde salió, pero al instante siguiente, una señora de mediana edad lo descuartizaba con un cuchillo. Cuando vi que le extrajo el corazón y se lo llevaba a la boca para darle una mordida, aceleré el auto y la atropellé varias veces hasta convencerme de que estaba bien muerta.

Después me aparqué frente al portón de la casa de Brenda, me metí el revólver dentro del pantalón y bajé para tocar el timbre, no sin antes cerciorarme de que no había peligro por allí cerca. Llamé cerca de medio minuto sin obtener respuesta. Viendo que no me quedaba otra alternativa, encendí el auto nuevamente, lo subí a la acera y lo pegué al muro. El ciego y la señora del cuchillo habían vuelto a la vida; el ciego huía y la señora perseguía. Pero como no me prestaban atención bajé del coche y lo utilicé de apoyo para saltar el muro.

Dentro todo era paz y tranquilidad. La mansión de mi cuñada, más concretamente de su esposo, era una de las más grandes y lujosas del pueblo, y a primera vista no percibí marcas de lo que ocurría en el resto del poblado. Era probable que allí nadie hubiera sido afectado y tras darse cuenta de lo que ocurría, en el interior habían tomado la sabia decisión de quedarse pertrechados en el inmueble. Por un instante tuve la sensación de que todo saldría bien, que pronto tendría a mis hijos, sanos y salvos, entre mis brazos.




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