La noticia de que la Sra. Celia había cogido tremendas fiebres que la tendrían en cama durante algunos días, causó más alegría que tristeza a los alumnos. En especial a los tercer de año; más concretamente a Dylan. La Sra. Celia era una mujerona que rondaba la cincuentena de años, tenía el cabello más gris que negro, y su más grande pasión parecía ser torturar a los chicos con cuantiosas e interminables tareas. Fue por eso que los chicos sintieron más alegría que pena cuando el director les anunció que la profesora titular de matemáticas no llegaría al colegio durante una o dos semanas.
Algunos ingenuos creyeron que disfrutarían de períodos libres hasta que la Sra. Celia volviera. Pero estaban equivocados. Inmediatamente el director les comunicó que había contratado a la Srta. Emily para que supliera a la Sra. Celia hasta que se encontrase en condiciones de volver. Como es normal, hubo gestos, frases y hasta silbidos de desaprobación; los chicos querían sus períodos libres. Todo esto se acalló en cuanto el director invitó a pasar a la Srta. Emily. Todo mundo quedó boquiabierto, en especial los muchachos; y más que todos, Dylan. La Sita. Emily era una despampanante joven que no tendría más de veintitrés años, su cabello castaño le caía en cascadas sobre los hombros, sus labios rojos invitaban al delirio y si éstos no lo lograban, su escultural cuerpo desde luego que sí.
—Ella es la señorita Emily —la presentó el director—. Impartirá las clases de matemáticas hasta que la señora Celia esté de vuelta.
—Buenas tardes, jóvenes —saludó la profesora, su sonrisa dejó entrever dos blanquísimas hileras de dientes.
Dylan pensó que mujeres como ella eran las que los poetas retrataban en sus composiciones.
—Buenas tardes, señorita Emily —dijeron los alumnos casi al unísono.
Dylan la miraba embobado. Era, sin lugar a dudas, la criatura más hermosa sobre la que jamás había posado los ojos alguna vez. Mientras la contemplaba, la Srta. Emily debió percibir su mirada porque dirigió los ojos, avellanados y brillantes, a su rostro. Dylan se sintió turbado. La Srta. Emily le sonrió tímidamente y, habría jurado que también con coquetería, Dylan supo que la amaba.
Esa tarde cuando salió del colegio junto a tres amigos, Dylan y los otros no podían hacer otra cosa más que hablar de las virtudes de la maestra suplente. Inclusive no les había dejado ninguna tarea. Ésa sí que era una maestra que reunía las cualidades que a ellos interesaban.
—¡Dios! —exclamó Bryan—. ¡Miren, allí está!
Los otros tres alzaron la vista unánimemente, enfrascados como estaban alabando las virtudes de la Srta. Emily, no se habían dado cuenta que la guapísima profesora caminaba con un bolso al hombro una media manzana delante de ellos.
—¡Mirad como camina! —dijo Eddy.
Y Dylan pensó que Eddy tenía razón. La Srta. Emily cimbreaba las caderas de tal modo que su vestido se elevaba unos centímetros dejando entrever el inicio de unas blancas y bien torneadas piernas. El delirio de cualquier hombre, sin importar la edad.
—¡Yo me caso con ella ahora mismo! —manifestó un entusiasmado Erwin.
—¡Yo le entrego todos mis bienes! —apuntó Eddy. Los demás rieron, sabían que los bienes de Eddy además de su ropa y sus libros, lo constituían una vieja bicicleta y una PC bastante pasada de moda; sus padres eran de escasos recursos.
—¡Yo le entrego mi alma al diablo a cambio de esa mujer! —adujo Bryan.
Por supuesto, todos estaban bromeando. De todas formas, Dylan no se atrevió a decir algún disparate igual a sus amigos, sino que dijo algo más solemne, con voz de enamorado.
—Yo la amaría con el alma el resto de mi vida si lograra yacer una vez a su lado.
Bryan se quedó en la siguiente casa, Eddy en la siguiente manzana y Erwin un poco más adelante. Al final sólo quedó Dylan. La Srta. Emily seguía caminando media manzana delante de él. «¿Hacia dónde se dirige? ¿Dónde vivirá? ¿Me atrevo a alcanzarla? ¿Luego qué le digo?» De dónde sacó el coraje nunca lo supo, de lo único que se percató fue que al segundo siguiente trotaba en pos de la Srta. Emily.
—¡Hola! —dijo de forma entrecortada. La Srta. Emily lo miró y le sonrió. ¿Y ahora qué? ¿Le planteaba alguna pregunta sobre la clase del día o simple y llanamente le decía que era la mujer más hermosa del mundo y que se había enamorado irremisiblemente de ella y que, aunque sólo contaba con dieciséis años estaba dispuesto a hacer lo que fuera por besar aquellos labios carmesís y por estrechar su cuerpo y ser estrechado por sus suaves, gráciles y hermosos brazos? Afortunadamente la Srta. Emily no se debatía en su fuero interior para encontrar qué decir.