Cuentos de terror

La casa de la bruja

Los cuatro amigos se tambaleaban por la adoquinada calle iluminada por antiguas farolas en medio de conversaciones ebrias, risas ahogadas y suaves pisadas en el silencio de la noche. Era la una de la madrugada y en un kilómetro a la redonda sería imposible encontrar un alma en pie aparte de ellos. Venían de la cantina de Don Orlando, y allá seguirían de no ser porque el regordete señorón los mandó a dormir.

Después de charlar un rato sobre las cosas sin importancia que acostumbran discutir los borrachos, se pusieron a cantar una canción que haría enrojecer a una doncella; otra de las cosas inútiles que acostumbran hacer los borrachos. Entonaban muy alegremente la canción, muy desafinados, por cierto, cuando un grito agudo, desolador, hendió la soledad de la noche.

Los cuatro amigos se detuvieron, con más curiosidad que miedo. Fue hasta entonces que se dieron cuenta que estaban frente a la llamada Casa de la Bruja. Era una casa antigua, de estilo colonial, con amplios ventanales de vidrio y techo de adobe. La llamaban así porque se rumoreaba que allí vivía una bruja y que, por eso, pese a estar bien ubicada en el pueblo, nadie había vivido allí desde hacía más de diez años.

—¿Escucharon lo mismo que yo? —preguntó Herber.

—Creo que sí —asintió Lucas.

—Era un grito, ¿verdad? —inquirió Juan.

—Un grito aterrador —matizó Martin.

Los cuatro amigos escudriñaron con sus borrosos ojos, pero nada vieron, y nada raro volvieron a escuchar. De pronto a Lucas se le ocurrió una idea para nada innovadora.

—¡Una botella de aguardiente al que tenga valor de entrar! —apostó—. ¿Quién se atreve?

Herber, Juan y Martin se miraron durante largo rato. Una botella de aguardiente era un premio jugoso, pero las historias que corrían en torno a la Casa de la Bruja eran inquietantes, más teniendo en cuenta que era la una de la madrugada.

—Dos botellas —dijo Lucas.

Aquello decantó a un lado el asunto.

—Yo voy —dijeron Juan y Martin al unísono.

—Ganará el premio aquel que vaya solo —aclaró Lucas.

De manera que Juan y Martin jugaron a piedra, papel o tijera para decidir quién entraba a la vieja casa. Martin sacó papel, Juan tijera, así que le tocó al primero entrar a La Casa de la Bruja. Herber sacó su infaltable lámpara de mano y se la prestó después de consultar a Lucas si era válido por lo de la apuesta. Por último, le palmearon la espalda y lo empujaron a la entrada del viejo caserón.

Martin no sentía miedo ni nada que se le pareciera, al menos no todavía. Caminó sin rodeos hasta la puerta, exceptuando los pequeños pasos que daba hacia atrás y a los costados a causa de la borrachera, y empujó la vieja y maciza puerta con fuerza. Como era de suponer, la puerta estaba cerrada por dentro. Empujo de nuevo. Otra vez. Nada, la puerta seguía fija en su lugar. En lugar de dar media vuelta y olvidarse del asunto, se dirigió a una de las amplias ventanas y ayudado por una piedra de regular tamaño quebró el vidrio.

El interior era todo penumbras. La luz de las farolas de la calle llegaba tenuemente a través de las ventanas, dándole al lugar un aspecto ominoso, viejo, solo. Martin encendió la lámpara para poder ver mejor. Se encontraba en lo que parecía ser la sala. Había viejos sillones, mesas de madera, estantes y lámparas, alfombras de tonos opacos y retratos de personas que daban la impresión de llevar muertas mil años; todo lleno de polvo. La figura humana que vio al pie de las escaleras cuando paseó la luz por allí lo hizo caer de culo. Un nuevo paseo de la luz por allí demostró que era solo una estatua. Respiró aliviado.

Deambuló largos minutos por los pasillos, sosteniéndose muchas veces en las paredes para no caer; la borrachera no había cedido ni un ápice. La casa además de vieja y polvorienta no mostraba indicios de que algo anduviera mal allí. Eso hasta que tras la puerta de una habitación escuchó suaves sollozos y gemidos suplicantes.

Durante un minuto estuvo indeciso. No sabía si entrar y averiguar la causa de aquel suave llanto o girar sobre los talones y echarse a correr hacia la calle. Pensó en echar un vistazo. La puerta cedió con un leve crujido y empezó a abrirse con un agudo chirrido a medida que él la empujaba. Alumbró con la lámpara la habitación y la borrachera se disipó de un plumazo cuando la vio: una joven, con la ropa hecha jirones y sangre seca por doquier, gimoteaba junto a la pared del fondo. Era retenida por negras y gruesas cadenas que parecían surgir de la misma pared. Cuando la chica alzó el rostro con las cuencas de los ojos vacías, Martin soltó un chillido agudo y aterrador y corrió como un poseso hasta la ventana por la que había entrado.




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