Cuentos de terror

Historia de un leñador

Era un hombre muy trabajador. Me refiero al vecino de mi amigo. Mi amigo se llamaba Leonardo y vivía en el extremo oriental del pueblo, junto a su esposa y una pequeña hija de siete años. Tenía vecinos enfrente, atrás y a ambos lados de la casa. Sin embargo, sobre quien quiero contarles es sobre el tipo que vivía a la izquierda de su casa. No digo que era su amigo, porque este vecino andaba muy escaso de esos, y Leonardo no era uno de ellos.

Se llamaba Raúl, tenía cuarenta años, una esposa de más o menos su edad y tres hijos, un joven de diecisiete y dos niñas de trece y ocho años. Tenía una bonita casa, muy bonita si he de ser sincero, ya que tuve la oportunidad de apreciarla durante las incontables veces que fui a casa de mi amigo Leonardo. Tenían dos autos y una motocicleta, un jardín precioso y una piscina que era la envidia de todo el barrio.

Pero había algo que no encajaba con el ambiente de prosperidad que a simple vista parecía disfrutar esa familia. Bueno, la primera es que no parecían muy felices, y la segunda es que Raúl no era más que un leñador y su auge económico había dado inicio tres años atrás. Para daros un ejemplo: mi amigo Leonardo era gerente de un banco, y su casa no era la gran cosa. Entonces, ¿cómo es que un leñador de pronto se convertía en alguien económicamente pujante? Muchos se han hecho la misma pregunta, las respuestas no han sido tantas, ni muy esclarecedoras.

Lo cierto es que hace tres años Raúl derribó su vieja casa, de madera y láminas herrumbradas, y mandó a construir una hermosa casa. Poco después vinieron los autos, la moto, los muebles caros, la televisión de cuarenta y dos pulgadas y por último la piscina. Raro, ¿no? Aún más raro es que después de todo ello el hombre siguiera siendo leñador. Sí, es cierto. En un par de ocasiones yo lo vi con un hacha al hombro dirigirse al bosque.

Después de un tiempo, creo que llegué a una respuesta bastante satisfactoria acerca del auge económico de éste leñador. Sucedió no hace mucho tiempo. Sin embargo, mejor llevaré el relato de forma cronológica.

Nos reunimos en el porche de la casa de mi amigo. Nos acompañaba también otro amigo, de nombre Rolando. Nos estábamos tomando unos tragos a la vez que jugábamos cartas, solo para pasar el rato, ya que Leonardo no era amigo de las apuestas. Era la hora del crepúsculo cuando vimos a Raúl pasar frente a nosotros, con un mohín en los labios, hacia su casa. Iba como alma que lleva el diablo. Por supuesto, la carga de leña sobre sus hombros debería influir de algún modo.

—¿Me pregunto cómo lo hace? —preguntó con aire distraído Rolando.

—¿Qué cosa? —inquirí yo.

—Ser leñador y tener una casa como esa, por ejemplo, Miguel —respondió Rolando.

—A lo mejor encontró algo de valor en esos bosques donde tala la leña —comentó Leonardo, aunque no muy convencido.

—O bien algún pariente lejano le heredó una importante suma de dinero —agregué yo.

—Yo más bien creo que tiene un pacto con el diablo —comentó despreocupadamente Rolando.

Ambos lo miramos extrañados. Bueno, es que, el tiempo en que se creía en esas cosas ya quedó en el pasado.

En cuanto Raúl entró a su casa desapareciendo de nuestras vistas, también salió de nuestra conversación. Continuamos jugando, charlando y tomando unas copas.

Un poco más tarde, cuando era noche cerrada y una media luna trataba fútilmente de traspasar la gruesa cortina de nubes oscuras que la asediaban, oímos un grito desgarrador hendir la quietud de la noche. Los tres amigos estábamos tan embebidos en una mano de cartas que el grito nos sobresaltó y nos puso los pelos de punta, a mí al que más.

—¿Qué demonios fue eso? —balbució Rolando.

—No lo tengo claro, pero creo que vino de… —Encontrábame a punto de señalar la casa de Raúl cuando el grito aterrador volvió a hendir el aire, seguido de una sola sílaba, grave, profunda, interminable, atormentada:

—¡Nooooooooooo!

—Es en casa de Raúl —dijo Leonardo.

Los gritos se sucedieron a pequeños intervalos, cada uno más débil que el anterior. Después vinieron chillidos más agudos. Luego el llanto. Y por último la risa, una risa gélida, cortante, diabólica, capaz de erizar los vellos del más valiente.

—¿Qué está sucediendo? —inquirió Rolando.

Yo también quería saberlo.

—Venga, vamos a ver —invité. Mis amigos se miraron un instante antes de asentir. Cuando llegamos a la puerta de la casa vecina llamé con los nudillos a la vez que preguntaba—: ¿Está bien todo aquí? ¿Necesitáis algo de ayuda?




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