Cuentos de terror

El hermanito

Mayrita, como la llamaban sus papás, corría a través de hermosos jardines, entre tulipanes y rosas, margaritas y jazmines. A su alrededor revoloteaban aves y pájaros multicolores, cuyos cantos llenaban el aire de una melodía suave y acompasada que inundaba de paz todo el lugar. En el Valle Mágico había también venados y alces, linces y leopardos, leones y tigres… e infinidad de animales más. Y todos vivían en paz, así lo había dispuesto Mayrita. Llegó hasta un cerezo y tomó asiento junto al tronco. El cerezo era su árbol favorito, por lo bonito de sus flores, se decía constantemente.

A pesar de sus nueve añitos, Mayrita sabía que aquel mágico lugar era un sueño. Era un lugar producto de su imaginación en el que gustaba refugiarse mientras dormía. Lo había empezado a concebir hacía dos años. Al principio lo soñaba esporádicamente, porque lo había visto en una película, se decía. Sin embargo, con el transcurrir de los meses fue capaz de soñar con aquel bello lugar a voluntad. De manera que siempre tenía sueños felices. Lo que era un alivio, más después de la trágica muerte de su hermanito menor: Jonhy.

Sabía que era un sueño.

Fue por ello que se sobresaltó cuando el llanto de un niño se coló a través de su mundo mágico y se extendió a través de los bosques y las colinas, de los riachuelos y los campos de flores, del cielo y la tierra. Era un llanto lastimero, desesperado, que llegaba hasta el más profundo rincón del alma. Le hizo sentir tristeza y miedo, dolor e ira, pero sobre todo precaución. Los compañeros de su mundo de ensueño también percibieron el llanto, porque agitaron las orejas o los rabos, los bigotes o las patas, las alas o los picos. Se percibía la tensión y el nerviosismo en ellos. El llanto de un niño era algo que nunca había sucedido en el Valle Mágico. Menos un llanto como aquél.

Por lo tanto, aquel llanto no provenía de allí, venía del exterior. La repetición del llanto, con poder para estremecer a cualquiera, le confirmó sus sospechas. Parecía venir de lejos, muy lejos. De mala gana Mayrita salió de su sueño y volvió al mundo real.

Abrió los ojos. Lo primero que vio fue el techo de la habitación; lo primero que escuchó: el llanto de un niño.

«Hay alguien llorando allá afuera».

Irremediablemente sintió miedo. El reloj fluorescente de la pared le notificó que era medianoche. Aquella información le hizo temer aún más. Había oído por allí que la medianoche era la hora preferida de los espíritus y demonios para asustar.

Pero había alguien llorando allá afuera.

Se cubrió de pies a cabeza con la frazada y esperó. Pronto sus padres oirían también el llanto de aquel infante y se levantarían para ver qué estaba sucediendo. Pasaron los minutos. En el resto de la casa no se veía luz ni se oía ruido alguno. Sus padres deberían estar bien dormidos.

«¿Qué les pasa, es que no oyen?».

Le costó tomar una decisión, pero por fin se levantó. Caminó, trémula y como si pisase vidrios rotos, hasta la ventana; el llanto del niño provenía del jardín. Abrió con cuidado y en silencio la ventana, la luz de una media luna le dio de pleno en el rostro e iluminó tenuemente la habitación.

Abajo, acurrucado junto a unos rosales había un niño de pelo rojizo. Mayrita se llevó ambas manos a la boca, de lo contrario habría soltado un chillido aterrador y emocionado. No se trataba de un niño cualquiera, era su hermanito Jonhy, muerto hacía siete meses tras ser atropellado en la acera de enfrente. Sin siquiera detenerse a pensar, salió disparada hacia el jardín. No se detuvo hasta que tuvo a su hermano al alcance de sus manos. Y si lo hizo fue por el horror que experimentó cuando lo vio de cerca.

Era su hermanito, de eso no cabía duda, pero tenía el aspecto de cuando fue atropellado: una fea herida le cruzaba el rostro, y de un agujero en la cabeza manaban hilillos de sangre, tenía las piernas destrozadas y en un ángulo que revolvía el estómago. Lo peor de todo eran unos gusanos, blancos, asquerosos y viscosos, que reptaban sobre su cuerpo.

El niño dejó de llorar en cuanto Mayrita se acurrucó a su lado.

—¡Hermana! —dijo entre hipidos y se lanzó a sus brazos.

—Jonhy —la niña también lo abrazó, no le importó la sangre ni el aspecto lamentable de él, era su hermanito—. ¿Qué haces aquí?

—Tienes que ayudarme —sollozó el niño—. Me escapé hermanita, me escapé de la caja y cavé en la tierra hasta que salí…




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