—¡Steve —me gritó Bryan, quien tenía una pierna en la cubierta del barco y otra en el bote que debía salvarnos—, date prisa!
Bryan era mi amigo y compañero de cuarto. Si estaba ya en el bote fue porque él sintió el fuerte oleaje cinco segundos antes que yo y, en lugar de despertarme, salió corriendo a cubierta para averiguar qué sucedía; desde luego no se lo puedo reprochar, él no sabía que tan mal estaban las cosas. Cuando yo desperté a causa de los retumbos provocados por las fuertes olas, Bryan ya no estaba. Descalzo, en pantalones de tela y camisa de mangas cortas, corrí con premura a la cubierta. Lo que percibí me aterró profundamente. La lluvia caía de forma torrencial y el viento sacudía la nave como uno movería una pluma con el aliento. Pero entonces vi algo que me aterró aún más si cabe, se trataba de una ola de al menos cincuenta metros de altura, que corría a una velocidad brutal hacia nosotros.
—¡Oh Dios mío! —me oí musitar.
Bryan estaba a pocos pasos de mí y también miraba con rostro demudado la gigantesca ola, algo que ni él ni yo habíamos visto en nuestras vidas. Sorprendentemente éramos los únicos en la cubierta.
—¡Tenemos que avisar al capitán y al resto de la tripulación! —le grité. A pesar de estar a escasos pasos había que gritar a causa de lo ensordecedora que era la tormenta.
—¿Estás loco? —me replicó— No hay tiempo ¡Esa ola nos hundirá en cuestión de segundos! ¡Hay que tomar un bote y tratar de salvar la vida!
Me quedé como de piedra durante unos momentos. Lo que mi amigo proponía era dejar que la tripulación muriera bajo aquella gigantesca ola. Era algo inhumano, a mi modo de pensar. No podíamos tomar un bote e irnos nada más, ¿o sí? La cuestión era que, si entraba a las entrañas del barco para alertar a la tripulación, lo más probable era que ya no volviese a salir. La gigantesca ola avanzaba a velocidad de embestida hacia nosotros.
—¡Steve, date prisa! —gritó Bryan. De alguna manera había soltado las amarras de un bote, el cual ahora pendía al nivel de la cubierta. Lo mantenía allí gracias a un ímprobo esfuerzo y a dos cuerdas que pasaban por unas poleas y que él retenía con sus brazos.
Pensé en rehusarme, dar media vuelta y regresar por donde había salido para alertar al resto de la tripulación (no me explico cómo aún no se habían percatado del pandemónium que se avecinaba), pero la cada vez más cercana ola me disuadió y eche a correr hacia el bote. Cogí una de las cuerdas que sujetaba mi amigo, y, en simultáneo, saltamos al bote y dejamos correr las cuerdas en las poleas hasta que chocamos con las aguas saladas del mar. Intentamos remar para alejarnos del barco (también de la gigantesca ola), pero nuestro esfuerzo fue infructuoso, de manera que nos dejamos arrastrar por la marea preocupándonos ya solamente por mantenernos sobre el bote que se agitaba como… como… bueno, como un bote en una tempestad.
Cuando la gigantesca ola alcanzó al barco, milagrosamente Bryan y yo nos encontrábamos a unos cien metros de él. Lo que sucedió a continuación aún me estremece y me hace dudar de mi propia cordura. La enorme ola se detuvo junto al barco, haciéndolo apenas zozobrar, y de ella emergió un calamar gigantesco, de cincuenta o cien metros de altura. Los tentáculos del monstruo envolvieron al barco y lo arrastraron hacia las profundidades del mar. La enorme ola había sido solamente producto del desplazamiento de aquella gigantesca criatura.
Bryan y yo estábamos completamente pasmados.
Fue de esa manera que una enorme ola golpeó nuestro bote haciéndonos salir disparados. Me elevé en el aire, no sé durante cuánto tiempo ni a qué altura, el mundo dio mil vueltas frente a mis ojos y me precipité hacia abajo. El mar frío y aun embravecido me recibió con sus gélidas manos y a poco estuve de ahogarme cuando el agua salada penetró por mi garganta hasta los pulmones. Tosí y braseé frenéticamente gritando el nombre de Bryan hasta que me obligué a mantener la calma.
Miré en derredor; no vi a Bryan, pero sí al pequeño bote de madera. De milagro no había dado vuelta y al parecer no había sufrido mayor daño, aunque en un principio me resultó imposible asegurar tal cosa ya que era noche cerrada y sólo los continuos relámpagos me permitían observar lo que ocurría a mí alrededor. Lo mejor de todo es que estaba a escasos tres metros de mi posición. Empecé a bracear con ahínco, y no cejé en mi empeño hasta que lo alcancé, medio siglo después. Me subí como pude, tratando de no volcarlo y me tomé un pequeño respiró después de tan ardua tarea.
Pero entonces recordé a Bryan.