Cuentos de terror

La cabaña del monstruo

Se trataba de un bosque antiguo, de árboles grandes, viejos y azarosos. El follaje, a por lo menos treinta metros del suelo, formaba una techumbre tupida que apenas dejaba pasar unos cuantos rayos del sol, por lo que el suelo se encontraba ocupado únicamente por gruesas capas de hojas muertas, húmedas y resecas. Además, el ambiente era algo tétrico, como si una fuerza incorpórea lo vigilara todo desde lo alto. Desde luego, sentirse vigilado por algo extraño y superior no es algo halagüeño, menos si se está solo en un bosque como aquél.

Meyer aún no se explicaba cómo había terminado allí. En un momento dado caminaba junto al grupo de turistas, y al momento siguiente, tras detenerse para fotografiar un par de ardillas que correteaba en las ramas de un árbol, se encontró solo, en medio del bosque. Por supuesto, no había sido transportado mágicamente hasta allí, hasta ese bosque. Aún se encontraba en el mismo bosque por el cual transitaba, inclusive aún oía los murmullos de las voces de sus compañeros, y a su espalda, podía percibir el rumor del río que seguía inexorable hacia el mar. Pero tras perseguir el ruido de las voces, saliéndose del recorrido marcado en el mapa, se encontró allí, en el bosque de los gigantescos árboles, muy diferente al de hacía unos momentos.

Se trataba de otro bosque sin duda alguna, y de uno muy peculiar. Se preguntó por qué sus amigos, cuando le propusieron que fuera un día a ese sitio turístico, para respirar aire puro y ver diversas clases de animales en su entorno natural, no le hablaron de aquel bosque y de los animales que allí vivían. Aunque de momento aún no había atisbado fauna alguna, pero su nerviosa mente los pintaba como entes sobrenaturales y metamorfoseados.

Al principio no sintió temor. Aún escuchaba el murmullo de las voces de los demás delante de él. Aún no los había alcanzado porque se detenía continuamente para fotografiar el lugar. Pero decidió que lo mejor sería alcanzarlos, así que guardó la cámara en su estuche y caminó con premura hacia el rumor de voces. Media hora después, el rumor aún se oía distante, lo que era muy raro, ya que durante los últimos diez minutos había corrido. Sin embargo, no había logrado recortar distancias. Aquello se estaba tornando muy raro.

Fue a partir de ese momento que empezó a sentir cierto temor, que el paso de los minutos fue convirtiendo en miedo. De alguna manera se supo solo en aquel bosque extraño, oscuro, sobrenatural. Pensó en continuar en persecución de las voces, pero algo en su interior le dictaba que no sería lo más sensato, podría nunca alcanzarlas y perderse en aquel bosque tan… ominoso. Lo más sensato sería regresar. No obstante, aunque el lugar resultaba tétrico y hacía erizar la piel, creyó conveniente tomar unas cuantas fotografías más, para luego mostrárselas a sus amigos y le explicaran qué bosque era aquél.

Tomó fotografías de árboles de gruesos troncos y tupidos ramajes. Fotografió la alfombra de hojas resecas y musgo que cubría el suelo. También fotografió el techo de hojas que se formaba treinta metros sobre su cabeza. Deseó fervientemente ver aparecer algún miembro de la fauna de aquel lugar, pero todo parecía desierto y carente de vida. Por último, fotografió la pequeña cabaña que había en un pequeño claro… El corazón le dio un respingo: ¿una cabaña? Si alguien le preguntaba si había visto esa cabaña cinco segundos antes, su respuesta sería un rotundo «no».

Apartó la cámara fotográfica de sus ojos y vio, mudo de asombro, que en efecto, había una cabaña en un claro no muy lejano de su posición. «Claro» porque estaba despejado de árboles, no obstante, los árboles vecinos unían sus ramas por encima de la cabaña formando una especie de cielo falso, que hacía que el lugar estuviera sombrío, como todo lo demás.

La cabaña era pequeña y vieja, fabricada con troncos viejos y madera tosca. No tenía ventanas, solo una puerta. El techo era de paja, y adobe lodoso. Al observarla con detenimiento, Meyer se sintió invadido por una oleada de soledad, pena y abatimiento… y miedo. Se preguntó si alguien viviría allí. Inconscientemente guardó la cámara en la bolsa y avanzó con tiento a la vieja y deslucida cabaña.

Se encontraba a dos pasos de la puerta cuando un chillido agudo lo hizo tener un sobresalto. Se reprendió y se llamó estúpido; sólo había sido un cuervo que había volado de una rama. El cuervo voló en círculos sobre cabeza, graznando estridentemente, y después desapareció en la penumbra de aquel antiguo y sombrío bosque.

—Maldito pajarraco —musitó. Su voz sonó hueca en aquella vastedad.

La puerta de la cabaña se abrió.




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