Cuentos de terror

El ente del pantano (II)

Después de la oscuridad vino el dolor; con el dolor llegó el sufrimiento, y al sufrimiento lo acompañó el deseo de morir, el deseo de que aquella tortura terminara, no importando si la única manera de que cesara era la muerte.

Al principio Marcio creyó que había muerto, presa de las fauces y las garras del Ente del Pantano. Pero aquel dolor, que escocía desde la piel hasta lo más profundo de sus entrañas, lo sacó de su error. Imposible, él no había muerto. No era probable que tras la muerte se sufriera tanto. A menos que estuviese en el infierno, siendo torturado por las legiones del diablo. Pero eso él no lo creía. De alguna manera el Ente del Pantano no lo había matado, al menos no aún. Quizá en aquellos momentos lo tuviera en su guarida, sujeto de pies y manos, causándole aquel dolor que lo hacía sólo desear la muerte.

Y es que Marcio sentía un dolor tan atroz, como hombre alguno jamás ha conocido, pero no tenía potestad alguna sobre su cuerpo. Sentía el cuerpo, como si le quemaran la piel y le estrujaran los huesos, pero no podía moverlo; ni los brazos, ni las piernas, ni la cabeza, nada. Los oídos parecía que pronto le estallarían, pero no oía nada. Los ojos le ardían, como si se los hubiesen bañado con salsa picante, pero no veía nada, no los podía mover y ni siquiera los párpados le respondían. La lengua, sentía que se la tiraban con pinzas al rojo vivo.

Definitivamente no tenía explicación para toda aquella tortura. «Morir, morir, morir», era lo único que su mente anhelaba. «Morir ya».

Pero no era sólo el dolor, el sufrimiento, el ansia de que todo terminara, no, a intervalos intermitentes había más, había destellos, como alucinaciones o sueños, sólo que el protagonista de los mismos no era él, si no otras personas y otros monstruos como el Ente del Pantano. Eran visiones del pasado, del presente y, quién sabe, quizá hasta del futuro.

Vio al Ente del Pantano escabullirse en un barco de vela. Ya en alta mar, el Ente empezó a atacar a la tripulación, hasta que los hubo asesinado a todos. Después se los comió uno por uno, mientras el barco, gracias a quién sabe qué demonio, deambulaba por el mar hasta que llegó a tierra firme. El monstruo salió del barco y se perdió en los bosques.

Vio al Ente matar a niños, adultos, ancianos. Lo vio perseguir ciervos, cuando no había humanos cerca, lo vio pelear con lobos y leones. Lo vio atacar la comitiva de algún señor importante de los tiempos feudales. Lo vio invadir un monasterio. Lo vio huir de aldeanos armados con garrotes, azadas y machetes. Lo vio perseguido por arqueros y caballeros. Lo vio ser herido infinidad de veces, perdiendo en ocasiones hasta un miembro, pero con el tiempo se recuperaba. Lo vio morir decenas de veces, a manos de gente tan dispar como veces murió. Pero siempre regresaba. Siempre.

Vio a su hijo Mario gritar su nombre a todo pulmón en la Llanura. Se vio a él siendo mordido por el Ente, vio al Ente morir, y se vio a él allí, sólo, tendido en el suelo fangoso del Pantano.

Vio a un hombre, maduro, con el cabello gris y complexión musculosa. El hombre caminaba en una calle de barro, de noche, en un lugar que parecía ser de quinientos años atrás. De pronto, el Ente del Pantano saltó sobre él. Pero el hombre era un soldado retirado, de modo que se hizo a un lado, sacó una espada del cinto y atacó al monstruo. Pelearon durante breves momentos. El hombre era hábil con el arma, y, aunque luchaba con un monstruo, hirió a su adversario por muchos lugares. También él sufrió heridas, pero casi al final, traspasó al monstruo por el pecho, donde estaba el corazón. Pero el monstruo aún tuvo energías para clavarle sus colmillos en el muslo, antes de expirar. Más tarde, Marcio vio como el hombre, convertido en el Ente del Pantano, asesinaba a su esposa y a sus tres hijos.

Vio una fortaleza de piedra rodeada por altas murallas y un ancho foso. Vio a un niño en sus grandes y bien cuidados jardines. También vio al hombre, pequeño, enjuto y con ojos febriles que lo miraba desde las sombras. El hombrecillo de las sombras se abalanzó sobre el niño y utilizando dientes y uñas lo desgarró hasta darle muerte. El hambre del hombrecillo era tan marcada que no lo dudó, y allí mismo empezó a devorar al chiquillo. Los gritos del infante habían alertado a todo el castillo, de modo que cuando los señores, guardias y sirvientes llegaron al jardín, miraron horrorizados como un flacuchento hombre devoraba con avidez al hijo menor de los señores. El hombrecillo fue encerrado en una mazmorra y allí fue torturado durante largos y cruentos días.

—¿Por qué lo hiciste? —le preguntaban— ¿Quién dio la orden? ¿Cuánto te pagaron? ¿Por qué al hijo del señor y no a él directamente? —todos temían que se tratase de un hombre de los enemigos de su señor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.