Cuentos de terror

La oscuridad bajo el puente

Candy caminaba a su lado, lamiendo la nieve de un helado de fresa, su sabor favorito. John la miraba embobado. Sus castaños cabellos refulgían a la luz del sol, emitiendo destellos cobrizos. La chica debió percibir su mirada porque se volvió hacia él y le sonrió.

—¿Qué? —preguntó.

—Nada —dijo John—, solo te apreciaba.

—¡Ah, sí! ¿Y qué apreciabas de mí? —preguntó la chica.

—Todo. Tú cabello, tú frente, tus tersas mejillas, tus rosados labios, tú figura…, basta decir que tengo la novia más linda del mundo.

Candy se llevó una mano a la boca y rió tontamente, algunas veces hacía eso, pero no menguaba para nada su belleza.

—¿De qué te ríes? ¿Es que dije algo tonto?

—No, cómo crees, bueno quizá algo. Me he dado cuenta que todos los hombres dicen lo mismo a las mujeres.

—Bueno, es que para nosotros es la verdad —se apresuró a decir John—. Cuando te enamoras como yo lo estoy de ti, podría bajar un ángel del cielo, y te aseguro que a tu lado me parecería una mocosa harapienta.

Candy volvió a reír, esta vez no tontamente, sino con su risa suave y cantarina que a John tanto fascinaba.

—Eso fue lindo —dijo.

—¿En serio?

—Excepto la parte de la mocosa harapienta.

John rió y Candy con él. Tomó su rostro con las manos y le dio un beso.

—Te amo —expresó.

—Y yo a ti.

Habían llegado al puente que salvada una cañada y que conectaba las dos partes de la ciudad. Era un puente de no más de cien metros de largo, quince de ancho y otros veinte de altura. Ningún portento de la ingeniería, que sin embargo estaba rodeado de una aureola misteriosa y sobre el cual giraban centenares de historias aciagas y aterradoras. Para empezar, nadie sabía quién lo había construido ni en qué año, eso había dado pie a que surgieran diferentes leyendas acerca de su aparición; historias que iban desde que lo habían construido los primeros habitantes de la ciudad, hasta llegar a que era una obra del mismísimo Satanás.

John tomó de la mano a Candy y juntos empezaron a caminar por una de las aceras del puente.

En ese puente había muerto una cantidad sorprendente de personas. Casi todas terminaban en el fondo de la cañada, donde el puente tenía siete arcos de no más de cinco metros de diámetro. La teoría generalizada sugería que eran personas que llegaban allí para suicidarse. Pero a menudo los periódicos comentaban que algunas víctimas tenían marcas extrañas, como si alguna fiera los hubiese atacado. También llegaban a presentar cortes que era imposible hacerse en una caída, sin contar la falta de miembros que a veces presentaban algunos.

—¡Mira qué hermoso! —exclamó Candy.

Eran las cinco de la tarde y el sol poniente pintarrajeaba el horizonte occidental de rojo, naranja y amarillo. Se detuvieron unos momentos para apreciar la belleza de la naturaleza.

Eso de que la gente se suicidara en el puente era lo de menos. Lo más atemorizante y raro de todo eran los arcos que había en el fondo, que más que arcos eran túneles. Medían cinco metros de altura y quince de largo, por lo que ver de un extremo al otro debería ser algo natural. Pero no siempre era así, y John lo sabía. En una ocasión él había bajado junto a unos amigos, y se quedaron helados cuando en el arco central no era posible ver la claridad del otro extremo. Pero como los otros no mostraban esa anormalidad, John había olvidado el asunto y se había dicho que aquel túnel estaba bloqueado por algún obstáculo, simplemente.

—¡Mira! —exclamó de pronto Candy.

John siguió la dirección del dedo de su novia y vio en el fondo de la cañada algo brillante.

—¿Qué es? —inquirió.

—No lo sé —respondió la chica encogiéndose de hombros—. Vamos a ver, quieres. Puede que hoy sea nuestro día de suerte y sea oro.

—¿No te apetece más que sea un diamante?

—¡No seas payaso! Aunque quién sabe.

Candy lo haló de la mano y lo guio a unas escaleras que había al final del puente.

También se decía que muchas personas que habían entrado a aquellos túneles salían de éstos hablando incoherencias y balbuceando acerca de criaturas monstruosas, fantasmas y demonios y cualquier cosa irreal. La mayoría de esas personas ahora eran huéspedes de muchos manicomios y vivían en cuartos de paredes acolchadas. Algunos se suicidaban con cualquier herramienta que les sirviera para tal propósito, incluso uñas y dientes, mientras el resto no dejaba de gritar acerca de los fantasmas que los acosaban y no los dejaban en paz.




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