Cuentos de terror

El precio de la avaricia

Los postigos de la ventana cimbrean con el viento, golpean la pared de yeso escayolada, permitiendo que un viento gélido, casi filoso, llegue hasta el rincón que ocupo junto a mi cama, estremeciendo no sólo mí físico, sino también mi espíritu. Aprieto fuertemente el revólver que hacía años no sacaba de un cajón, dispuesto a disparar a la primera sombra que intente colarse por la ventana. También está la puerta abierta, por más que intente cerrarla siempre se abre, al igual que la ventana, pero tengo la certeza de que mi perseguidora entrará por la ventana.

Va a matarme, estoy tan seguro de ello como que me oriné en los pantalones.

Toco mi costado izquierdo, está sangrando. Sus garras están marcadas en mi piel. Siento tres cortes profundos con las yemas de mis dedos. Me gustaría ver qué tan grave es la herida, pero no me es posible. A pesar de que en la casa de enfrente veo luz, en la mía no hay energía eléctrica, tampoco encuentro las velas y mi celular se hizo pedazos en algún momento de mi lucha con aquel demonio. La herida me duele, me escose. También siento sangre manar de mi cabeza, creo que fue cuando golpeé contra la acera.

La oscuridad se cierne sobre mí, como una mortaja oscura, pesada, asfixiante. Afuera hay luna llena, puedo ver la carretera que pasa frente a mi casa; aun así, ni un rayo se filtra a través de la ventana. No me atrevo a salir por miedo a la cosa sobrenatural que me persigue, no me atrevo a moverme en busca de las velas porque temo que en cualquier momento ese ser salido de lo más profundo del inframundo salte sobre mi espalda. Mejor me quedo aquí, recostado en la pared. A mí derecha tengo la cama y a mí izquierda un ropero, para acabar conmigo tendrá que atacarme de frente. Si Dios existe y perdona mis pecados, permitirá que las seis balas de mi revólver perforen la cabeza del demonio y me librará de él.

No es una esperanza sólida, no sé si esa cosa pueda morir con balas como una persona normal, pero es lo único que me queda. ¡Dios, ayúdame!

He cometido muchos pecados, quizá miles. Pero lo que desató la furia del ente que me acecha lo cometí hace tan solo un par de horas. Fue un sacrilegio. Todo por mi maldita avaricia. ¿Cómo pude caer tan bajo? Me arrepiento profundamente y rezo para que El Señor me perdone.

Soy dueño de una librería en uno de los muchos centros comerciales. ¿O debo decir era dueño? Eso no importa, creo.

Conocí a la señorita Jacqueline hace ya un par de años. Era bonita, de cintura estrecha y pechos menudos. A pesar de ser muy hermosa nunca anidé por ella sentimientos amorosos, sólo una gran simpatía y mucho cariño. Simpatía y una especie de tristeza melancólica. Reía poco, y cuando lo hacía yo me daba perfecta cuenta que esa risa no brotaba del corazón.

La señorita Jacqueline entró un día a mi pequeña librería y me compró un par de tomos que recientemente habían llegado a mis anaqueles. De allí en adelante empezó a visitarme por lo menos una vez al mes, comprando siempre algún libro, especialmente tragedias de teatro y romance. A fuerza de tantas visitas nos hicimos amigos y un día me invitó a su casa. Ese día descubrí que la señorita Jacqueline era hija de uno de los hombres más adinerados de la ciudad. Me interesa mucho el dinero, sin embargo, no pasó siquiera por mi mente intentar enamorar a la dama para ganarme el favor de la familia o su dinero, la apreciaba mucho para ello.

Lo que quiero contaros no es la vida de la melancólica Jacqueline, sino lo que acaeció tras su muerte. Ya que efectivamente la joven estaba enferma, enfermedad que durante muchos años la acosó sin que los médicos pudiesen hacer algo para curarla.

Hace un mes, como muchas otras veces, cayó en cama. Una semana después, los médicos anunciaron que la señorita Jacqueline no podría volver a levantarse y que sólo había que tratar de alegrar y hacer más llevaderos los días que le quedaban de vida.

Fueron muchas las tardes en las que yo fui su única compañía en su enorme y lóbrego cuarto. La librería la dejaba en manos de Martin, mi ayudante. Muchas de aquellas horas haciéndole compañía me dediqué a charlar y a tratar de hacerla reír. Otras tantas me ocupé de leer para ella, con voz pausada y melodiosa, aquellos libros que antes me había comprado y para los cuales guardaba mucho cariño.

Un día, una tarde en la que se mostraba bastante más melancólica de lo habitual, me pidió que abriera uno de los cajones de su enorme armario. Bastante extrañado por la petición le pregunté qué debía buscar. Me explicó que buscara una pequeña caja revestida de oro, y efectivamente eso fue lo que encontré. Era de buen tamaño, treinta centímetros de largo, por quince de altura y anchura y pesaba bastante pese a su tamaño. La deposité con suavidad, junto a sus suaves y frágiles manos y, a una petición suya, la abrí.




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