Cuentos de terror

Día de campamento (I)

El jeep los llevó hasta el borde de un acantilado. Abajo, hacia el este, había un río de aguas turbias y rápidas, salpicado aquí y allá de enormes rocas agudas y filosas. Y más allá, un valle de suaves colinas, árboles verdes y un enorme lago, de agua verdosa y grisácea, custodiado por sendas cadenas montañosas.

—Hasta aquí llegamos en vehículo —anunció Jean—. El resto del camino tenemos que hacerlo a pie.

Metió el jeep en uno de los cobertizos que había a un lado del camino e instó a sus compañeros a que empezasen a bajar el equipaje. Era el único coche en cualquiera de los cobertizos.

—Creí que habías mencionado que se trataba de un lugar muy popular —dijo Marta.

Marta era de baja estatura, de caderas anchas y busto abultado. Llevaba el negro cabello recortado a la altura del hombro. Sus ojos eran oscuros y penetrantes y era de mente aguda.

—Lo es —respondió Jean—. Y no entiendo por qué somos los únicos.

—Creí que habría mucha más gente —Carlos parecía descorazonado.

—A lo mejor también se puede llegar por otras rutas —opinó Judith—. Quizá esta ya esté en desuso.

—No lo creo —Jean no creía que fuera posible llegar al lago por otro camino que no fuera en el que estaban. Al norte, sur y este, las montañas obstruían el paso. Al oeste, un acantilado cruzaba el valle de norte a sur y el único puente que permitía el paso se hallaba allí, frente a ellos—. Pero es posible. Además, no veo qué les preocupa, recuerden que vinimos a pasar unos días al aire libre, no a socializar.

Nadie pudo refutar eso.

Desde luego, Jean sabía por qué la gente ya no gustaba ir muy a menudo al lago, pero no creía que tales historias fueran a ser del agrado de sus amigos. Con lo miedosos que eran.

Mochilas al hombro cruzaron el puente colgante.

٭٭٭٭٭٭٭

Marta no se consideraba una chica cobarde. Pero cuando Jean y Carlos, que ya estaban al otro lado, empezaron a mover el puente, sintió que el corazón se le desbocaba. Se imaginó cayendo del puente, aplastándose contra una de las afiladas rocas que sobresalían del pardo río, treinta o cuarenta metros más abajo, y empezó a chillar, aferrándose a las sogas del puente colgante. Los imbéciles se reían a quijada partida como si lo que hacían tuviera al menos una chispa de gracia.

Cuando por fin tuvo tierra firme bajo sus pies, soltó un suspiro de alivio, para a continuación dejar ir una retahíla de improperios a los jóvenes que de haberla escuchado sus padres la habrían encerrado un mes entero sin derecho a nada excepto pan y agua.

—Hey, tranquila, sólo era una broma —dijo Carlos, haciéndose el inocente.

Jean sonreía, con una sonrisa felina y satisfecha.

Judith no se conformó sólo con decirles hasta de qué iban a morir, sino que cogió un pedazo de madero y los persiguió como si su intención fuera asesinarlos ella misma. Viendo a su rubia amiga, hecha una felina, persiguiendo a los dos idiotas con un palo en la mano, Marta olvidó el mal trago y empezó a reír como una chiquilla.

Mientras Judith seguía persiguiendo a sus amigos, más riendo que refunfuñando, un destello dorado llamó la atención de Marta. Con súbita sorpresa se volvió hacia los arbustos de donde habían nacido los destellos, pero no vio nada. Marta se sintió extrañamente inquieta. Fue como si unos ojos amarillos la hubiesen estado observando.

—¡Hey, chicos! —llamó. De pronto ya no quería estar en ese lugar—. Será mejor que continuemos.

٭٭٭٭٭٭٭

Jean los guio a través de los más de tres kilómetros que había del acantilado hasta el lago. No había un sendero marcado, si lo hubo, hacía meses, quizá años, que no era utilizado, ya que no había rastros del mismo. Pero Jean ya había realizado muchas veces el mismo recorrido, de modo que bosquecillos y altozanos fueran atravesados, coronados o bordeados de manera que el camino no se alargara más que lo estrictamente necesario. Sobre sus espaldas cargaban gran cantidad de utensilios y provisiones, he allí la causa de que todos quisieran caminar lo menos posible

El sol señoreaba en lo alto, sacando destellos de los picos nevados de las montañas más altas que los rodeaban. En el lago verdoso y grisáceo, se reflejaba como un disco de cobre trémulo a causa de las ondas que el refrescante viento provocaba.

 

En la copa de un nogal achaparrado y de ramas nudosas y retorcidas, Jean vislumbró un brillo anaranjado; fue como una llama que se apagó casi antes de haber encendido. Jean se sintió inquieto. Sin embargo, su inquietud se incrementó cuando en el tronco del nogal vio marcadas enormes garras, como si un oso o un felino de gran tamaño hubiese batallado con él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.