Cuentos de terror

Día de campamento (II)

—¿Sabías que había un monstruo y te quedaste callado? —increpó Marta a Jean.

—Creí que eran historias falsas —de algún modo Jean parecía haberse encogido.

—¡Pues no lo son! ¡Ya lo has comprobado!

—¿Qué sucederá con Judith? —la voz de Carlos estaba quebrada y su mirada perdida en el agua gris y llameante a la luz del sol poniente.

—Cómo lo siento. —Se suponía que Carlos andaba con Judith, verla desaparecer arrastrada por un monstruo inconcebible tenía que ser tan doloroso como aterrador. Marta no tenía palabras de consuelo.

—¿Ha muerto?

—Temo que sí.

—Creo que lo más sensato que podemos hacer es huir de este lugar —dijo Jean—. ¿Vieron esa cosa? Me juego la vida a qué también sabe caminar sobre tierra firme. No quiero ser el siguiente.

Marta recordó los amarillos ojos del monstruo. Tenía la vaga sospecha de que eran los mismos ojos que había visto esa tarde. Los mismos ojos, la misma criatura. Jean tenía razón: debían salir de aquel maldito valle inmediatamente.

—Tienes razón —convino—. No olvidemos las marcas de zarpas que vimos hace rato, podrían ser obra de esa misma cosa.

De modo que, antes de que el sol se ocultase por completo, recogieron a todas prisas la tienda de campaña y lo empaquetaron todo lo mejor que pudieron. Carlos mencionó que sería mejor que lo dejaran todo atrás, que el equipaje solo los retrasaría, incluso Marta secundó su moción, pero Jean, que era el dueño de la tienda de campaña y de gran parte de los enseres, se negó en rotundo a dejar sus cosas tiradas.

—Además —mencionó Jean—, la cosa esa que se llevó a Judith debe estar muy ocupada cenando.

Marta y Carlos se horrorizaron, y habrían increpado a Jean por decir tal disparate de no haber estado tan asustados por lo ocurrido recientemente. Es más, Marta creyó ver un destello febril y felino en los ojos de Jean, pero lo desestimó al instante.

El sol se ocultó por completo en el horizonte, dejando que las primeras estrellas brillaran hacia el este y un aire manso y gélido se asentó en el valle. Los tres jóvenes, lámparas en mano, iniciaron el regreso hasta los cobertizos dónde habían dejado el coche. Jean delante, era el único que ya había estado en el valle y conocía muy bien el terrero; Marta iba al centro, alumbrando con su linterna a todos lados y girando la cabeza en simultáneo con el haz de luz; atrás venía Carlos, le temblaban las manos y miraba inquieto hacia cualquier lado donde percibía algún movimiento, ya fuera real o imaginario.

٭٭٭٭٭٭٭

Jean presentía que algo real y sobrenatural estaba por ocurrir. Se sentía intranquilo; como si algún ser superior lo observara desde la seguridad y superioridad que su guarida le proporcionaba. Era una sensación para nada agradable. Pero era él quien había convencido a los chicos de ir a aquel nefasto lugar, de modo que tenía que ser él quien los guiara hacia el fin de semejante pesadilla. No había de otra.

Había realizado el mismo trayecto medio centenar de veces, sabía que no había razón para que esta vez fuera diferente. Sólo debían mantenerse alejados de los bosquecillos, caminar en terreno abierto, y ser lo más sigilosos que pudieran. ¡Sí, con eso sería suficiente!

Mientras bordeaba una colina, en la cima de ésta vio un destello anaranjado, como una luz que se enciende y se apaga. Ese destello ya lo había visto, en aquel nogal marcado por zarpas. Quizá solo él lo vio; los demás no parecían más inquietos que antes, eran buenas noticias, no quería que sus amigos se inquietaran por la simple visión de los ojos de un “animalito” del bosque. A buen seguro no se trataba del depredador del lago, los ojos de aquél eran amarillos, no naranjas.

Sin saber por qué se encontró sonriendo. Le encantaba aquello. Para eso había sido creado.

٭٭٭٭٭٭٭

Quizá era miedo, nerviosismo o simplemente suspicacia, pero Marta sentía que el camino ya se había alargado más de lo normal. Le dolían los músculos de las piernas de tanto caminar, y los huesos de la espalda le reclamaban descanso a causa de la mochila que reposaba sobre ellos. Pero Jean seguía delante, dirigiendo la marcha, alejándose de los bosquecillos lo más que podía y tomando los pasos más llanos. Sin duda él sabía lo que hacía. No obstante, Marta se encontraba cada vez más inquieta, tanto caminar y rodear le parecía sospechoso. Aunque seguro se debía al agotamiento y al miedo que le atenazaba las entrañas.




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