Cuentos de terror

La sombra de los muertos (II)

Kate despertó a las seis de la mañana. Se sentía agotada, casi como si no hubiese dormido nada. Pero había sido todo lo contrario. Durmió como roca, sin sueños ni pesadillas, excepto cuando soñó con ruidos en el sótano apenas después de dormirse. No se explicaba por qué después de una noche de sueño profundo se sentía exhausta.

Se bajó de la cama, se puso la bata y las pantuflas y se dirigió al baño. Después de una ligera ducha bajó a preparar el desayuno a su esposo, que también ya había despertado y se alistaba para su primer día en su nuevo empleo.

Mientras caminaba por el pasillo hacia las escaleras que conducían a la primera planta, notó algo extraño en el piso, como marcas. Al principio no supo descifrarlas, pero al examinarlas con más detenimiento le pareció que eran huellas, huellas de un niño descalzo.

—¡Dios mío! —susurró.

Había fregado el piso el día anterior. Aunque hubiese entrado un niño en la casa, cosa poco probable, no tenía por qué haber huellas allí. Quizá eran huellas antiguas, imposibles de sacar con desinfectantes o cera. De todos modos, tendría que haberlas visto cuando limpió la casa.

Hacia las siete, su esposo, pulcramente vestido con traje negro y corbata, bajó a desayunar.

—¿Escuchaste algo anoche? —preguntó Kate con tono indiferente.

—Además de tus ronquidos, nada —respondió Wil con una media sonrisa.

—Sabes que no ronco —se defendió Kate.

—Un día de estos te grabaré con el celular —prometió su esposo—, verás que estoy en lo cierto.

Kate se encogió de hombros.

—¿Por qué me preguntas si escuché algo? ¿Ocurrió algo que debí escuchar?

—No, nada.

Más tarde, cuando su esposo se hubo marchado, Kate cogió una cubeta con agua y jabón, esponja, cepillo y trapeador; las pequeñas huellas iban a dejar de existir. Le gustaba que su casa estuviera pulcra, ninguna huella, por más antigua que fuera, rompería su record.

Con ojos desorbitados constató que las huellas ya no existían. ¿Cómo era posible? ¿Acaso las había imaginado? No, desde luego que no. Cuando salió al pasillo ya se había duchado, de manera que su mente se encontraba despejada. Las huellas habían sido reales. Entonces, ¿qué había sucedido con ellas? Un estremecimiento recorrió su cuerpo. No obstante, trató de olvidar el asunto.

El resto del día lo ocupó casi enteramente en el jardín. Era grande y estaba hecho un desastre. Tendría que trabajar muchos días en él para dejarlo como quería. Y pasarían meses para que las nuevas masetas y flores echaran sus primeros botones. No importaba, tiempo tenía. Después, quizá, pudiera escribir la novela con la que tanto había fantaseado.

Hacia las tres de la tarde, sudorosa, con la camisa pegaba a la piel, mientras seguía arrancando malezas, una señora llamó su atención. Era una vieja fea, encorvada, de cabello blanco sucio, rostro arrugado como pasa marchita y cuando le sonrió a Kate, mostró una boca desdentada. La acompañaban dos gatos, uno negro y otro atigrado. Kate se obligó a devolverle la sonrisa. La fea anciana tomó la sonrisa como una invitación porque cambió de dirección y fue hacia ella.

—Buenas tardes, jovencita —saludó la señora, a pesar de su aspecto, su voz era muy correcta—. Creo que somos vecinas —señaló con el dedo índice la casa ubicada a la izquierda.

—Creo que sí. Mi nombre es Kate, mucho gusto —se limpió la mano en los pantalones antes de tendérsela a la señora.

—Yo soy Rita y ellos son el Señor Bob —señaló el gato negro— y la Señora Mya. Son esposos, han tenido varias camadas, pero ni uno ha sobrevivido. Quizá se deba a que la Señora Mya nunca aprende, es muy terca en ese sentido. Siempre se escabulle en la que ahora es vuestra casa para parir. Nunca aprende que allí hay algo malo.

El estómago de Kate se encogió. Esa señora estaba loca, ¿Cómo si no se explicaría que pusiera Señor Bob y Señora Mya a unos gatos? Aun así, un estremecimiento le recorrió la columna vertebral, como si muy en el fondo, ella supiera que Rita había dicho la verdad.

—Quizá ponerle una correa cuanto esté encinta sea una buena idea —Kate se obligó a sonreír.

—No le gustan las correas. Pero lo tendré en cuenta la próxima vez. Sí es que vuelve a quedar preñada —la señora Rita dirigió una mirada apenada a la gata atigrada—, la pobrecita es casi tan vieja como yo.




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