Cuentos de terror

La sombra de los muertos (III)

Wilson encontró a su esposa sentada en la acera. Al principio, cuando los faros del coche iluminaron su silueta, había pensado que se trataba de algún vagabundo, con los codos sobre las rodillas y el rostro reposando en las palmas de las manos. Aunque no tardó demasiado en reconocer a su esposa, que alzó el rostro y miró hacia él. Wilson rió como tonto. Su esposa lo extrañaba tanto que se había sentado en la acera a esperarlo. No era la primera vez que lo hacía.

Wilson detuvo el coche junto a Kate. Bajó y se acercó a ella sonriendo. Más su sonrisa se esfumó cuando al agacharse y tomar su rostro para besarle los labios, vio sus ojos vidriosos y anegados de lágrimas.

—Cariño, ¿qué sucede? —preguntó con ternura.

—No estoy segura —Kate rodeó su cuello con los brazos y sollozó sobre su hombro izquierdo—. No lo sé.

—¿Llamó algún pariente? ¿Están todos bien? ¿La abuela…?

—Nada de eso. Creo que sólo… te extrañaba —le sonrió y le dio un tímido beso.

—Bien. Me alegro que no sea algo más —Wilson le dio otro beso y la ayudó a ponerse de pie. Kate ni siquiera se había bañado. Llevaba puestos unos pantalones de gabacha llenos de tierra y olía a sudor.

Kate a veces era muy sentimental. No era la primera vez que lo esperaba en el jardín, en la acera o en el umbral de la puerta. Normalmente lo hacía cuando estaba deprimida o había recibido una mala noticia. Quedarse sola en aquella gran casa, sin más compañía que ella misma, debía haberla deprimido en esta ocasión. Ya se acostumbraría.

—Anda, ve a preparar algo de cenar —le dijo con suavidad—. Sólo entro el coche y estoy contigo.

Kate asintió.

Wilson volvió al coche. Pero antes de entrar, vio la silueta de una anciana en la casa vecina. La vieja, al parecer, sonrió y agitó la mano, como saludando. Wilson también agitó la mano. Se sintió estúpido.

Después de estacionar el coche en su sitio, Wilson encontró a Kate de pie en el umbral de la puerta. Si no la hubiera conocido, habría creído que temía entrar a la casa.

—Estás muy rara —fue lo que dijo. Alargó la mano para girar el pestillo y Kate soltó un gritito. Wilson le dirigió una mirada de indignación y entró—. ¿Es que no hay luz?

—Bien. Préndela —Kate aún seguía fuera de la casa.

Tanteando en la pared, Wilson accionó el apagador y la luz inundó la sala.

—Iré a ponerme algo más cómodo —informó a su esposa—. Prepara la cena mientras tanto.

El piso superior también estaba a oscuras. El pasillo le parecía a Wilson una caverna, con bultos obscuros por doquier, y donde de un momento a otro podía saltar una criatura pesadillesca. Solucionó el asunto prendiendo las lámparas suspendidas en el techo.

Encontró a Kate en la cocina, afanada preparando la cena. Wilson se detuvo en la puerta y la observó en silencio. Parecía concentrada en lo que hacía, pero Wilson descubrió que a cada dos por tres echaba ojeadas hacia los lados, hacia el techo y a cualquier rincón, como si temiera que algo pudiera salir de algún lado.

—Se llama Rita —dijo de pronto Kate.

—¿Ah? ¿Qué? —Wilson no entendía—. ¿De qué me hablas?

—La anciana que saludaba tras la ventana —aclaró su esposa. Su voz era átona ¿O había un deje de miedo en ella?

—Oh, la de la casa vecina.

—Vino a saludarme hoy mientras estaba en el jardín —continuó Kate, sin dejar de cocinar la cena, un guiso que olía a “cómeme ya”—. Ya está muy vieja y, creo, un poco loca. Vive con dos gatos, dice que son pareja. Ya imaginarás por qué digo que está loca —su esposa soltó una risa amarga—. Además, me comentó que cosas raras ocurren en esta casa.

—Ya veo por dónde va la cosa —Wilson tomó asiento en una silla, junto a la mesa del centro—. Esa anciana te metió ideas estúpidas y tú estás dudando.

—En realidad, ella no dijo más que eso, que cosas horribles sucedían acá.

—Entonces no deberías estar preocupada. Sólo es una casa vasta y grande, nada más.

—¿Es que piensas que soy una niña asustadiza? —el estallido de rabia tomó de improvisto a Wilson—. Sabes muy bien que no. Si estoy asustada es porque sé que algo no está bien en esta casa —su esposa apretaba con fuerza un tenedor en sus manos y lo miraba con tanta rabia que Wilson temía que pretendiera clavárselo en los ojos.




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