Cuentos de terror

La sombra de los muertos (IV)

Los escalones se le hundían en el estómago, le golpeaban los hombros, la espalda y la cabeza. Pensó que moriría. Pero no fue así. Haciendo uso de sus reflejos se tomó de una de las barras de la baranda y logró detenerse. Estaba a la mitad de las escaleras, con el cuerpo magullado y falto de aliento. La sombra negra, tocada con sombrero de copa, lo observaba desde arriba. Empezó a descender con calma y Wilson sintió miedo, mucho miedo. El ser irradiaba odio a raudales. Wilson jamás había creído que el odio podía percibirse u olerse como un aroma, o más bien como un hedor. Hasta esos momentos.

Se puso de pie lo más deprisa que su magullado cuerpo se lo permitió y sopesó sus opciones. No tenía muchas, y ninguna buena, a decir verdad. La sombra lo había tocado, empujándolo escaleras abajo, lo que significaba que era material, por más ilógico que aquello sonara a su confundida mente. Podía intentar ascender de nuevo a la segunda planta, pero lo más seguro era que la sombra se interpusiera en su camino y lo hiciera rodar el último tramo de los escalones. También podía bajar a la sala, pero allí había dos sombras más pequeñas, de aspecto infantil, pero eso no significaba que tuviesen fines menos macabros y perversos que su homónimo más grande. ¿Es que era su fin?

¿Y Kate?

Debía encontrarse en el pasillo. El grito desgarrador de su esposa aún resonaba en su mente, cómo no, si había sido hacía tan solo un segundo.

Tomó una decisión.

Antes de que la sombra lo alcanzase, bajó deprisa los últimos escalones y encendió las luces de la sala. Como suponía, no por ello las sombras desaparecieron, sino todo lo contrario, su negrura pareció acentuarse. Las pequeñas continuaban sobre el sofá, daba la impresión de que temblaban, sí es que una sombra puede temblar. La otra, seguía descendiendo por las escaleras muy lentamente, como si contara con todo el tiempo del mundo.

Wilson buscó con la vista desesperadamente algo que le sirviera para defenderse, si la cosa esa lo había tocado, se entendía que también podía ser tocada, a ver que le parecían un par de buenos golpes. Para su desesperación no había nada en la maldita sala que pudiera servirle, excepto… sí, quizá eso sirviera. Corrió hacia la repisa del televisor, se encaramó en ella y descolgó la antigua escopeta que hacía varios decenios había pertenecido a su abuelo. No servía, desde luego, pero podría utilizarla como garrote.

Antes de que la alta sombra negra tocara la alfombra que recubría el piso de la sala, Wilson se lanzó al ataque, blandiendo la escopeta, cogida por el cañón, como si de un garrote se tratase. A lo lejos oyó gritar a su esposa, con voz horrorizada, algo así como que no lo hiciera, pero a Wilson no le importó. Lanzó un golpe con todas sus fuerzas a la cabeza de la criatura. «Dios mío», pensó, aunque no era religioso. La escopeta cruzó la cabeza de la sombra como si de humo se tratase, distorsionando la imagen momentáneamente. El golpe llevaba mucha fuerza, y al no encontrar algo en el cual descargarla, Wilson perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer.

Dos manos heladas, negras, evitaron que se cayera y apretaron su garganta. ¿Cómo era posible? No lo había podido tocar, pero a él lo estaba estrangulando.

La fuerza aplicada alrededor de su garganta era descomunal. Irónicamente se encontró pensando que, si no moría por ahorcamiento, moriría por una quebradura en el cuello. Manoteó y pateó, tratando de liberarse, pero sólo golpeaba niebla gélida. Y el apretón seguía allí, frío, implacable. La visión empezó a tornársele borrosa y a lo lejos oyó el grito de una mujer, y la voz histérica y chillona pidiendo auxilio, supuso que era su mujer.

De pronto la presión cedió. Se encontraba en el suelo, tosiendo y escupiendo. Lo que estaba ocurriendo lo dejó anonadado: las sombras más pequeñas se habían abalanzado sobre la otra sombra y lo golpeaban, arañaban y mordían mientras se revolcaban en el suelo. La sombra femenina alzó la cabeza, y a señas le indicó la puerta, justo en el momento que la sombra grande la tomaba de la cabeza y se la arrancaba de un tirón. Wilson ahogó un gemido. Pero de inmediato se dio cuenta de que no tenía por qué. El cuerpo se distorsionó unos instantes, para aparecer pegado de nuevo a la cabeza. Eran fantasmas, no morían tan fácilmente. La lucha entre sombras se reanudó.

Kate había descendido las escaleras, Wilson la tomó de la mano y la obligó a salir corriendo de allí. Iban a subirse al coche cuando Wilson recordó que la llave se encontraba en la habitación. Pensó en caminar hasta encontrar un hotel, pero tampoco tenía un centavo en los bolsillos.

—¡Maldición! —soltó.




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