El lugar era un sitio completamente desconocido. Inhóspito, yermo y carente de vida. Unos cactus aliviaban la monotonía de un paraje arenoso con suaves promontorios que más que colinas lo que asemejaban eran dunas formadas por el viento y la arena. Anderson jamás había visto un sitio así, quizá en alguna olvidada película del viejo oeste, aunque no estaba muy seguro. Se preguntaba qué demonios hacía allí.
Un cuervo apareció de la nada y se puso a volar en círculos veinte metros sobre su cabeza mientras chillaba de forma estridente. Anderson lo observó durante escasos segundos. Tenía la corazonada de que el pajarraco intentaba decirle algo. Pero desde luego eso era imposible. Desechó el pensamiento de inmediato.
Dejó de observar al pajarraco, con la firme intención de buscar una manera de salir de aquel lugar. ¡Lo que veía no podía ser cierto! ¡Los cactus se movían! Los troncos se habían dividido y la hacían de piernas. Avanzaban a trompicones… hacia él, comprendió con horror. Dio media vuelta para salir pitando, pero se topó con que estaba rodeado; decenas, cientos de cactus avanzaban hacia él por todos lados. Coordinados, por alguna macabra fuerza, todos alzaron unos brazos verdes llenos de púas y apuntaron hacia él. Anderson se dejó caer, cubriéndose la cabeza con las manos y gritando aterrado. Imaginó que mil púas lo alcanzarían en cualquier momento.
Pero pasó un minuto y no sintió dolor. Poco a poco, tembloroso, retiró el brazo que le cubría el rostro y observó: los cactus seguían con los brazos alzados, apuntando hacia él; arriba, el cuervo seguía girando en círculos sobre su cabeza. De pronto, los brazos de los cactus se alzaron aún más, apuntando hacia el cielo. «Hacia el cuervo», comprendió. Miles de espinas surcaron el cielo. Todas dieron en el cuello del ave. La cabeza cayó a los pies de Anderson. Sin embargo, el pajarraco aún estaba arriba, revoloteando, negándose a caer, a morir. Un hilillo de sangre manaba de su cuello. El pajarraco seguía revoloteando. Anderson se encontraba consternado. ¿Cómo era posible que aún siguiera arriba, con vida? La sangre que manaba de su pescuezo formaba finas líneas rojas. Anderson las miró sin ver, hasta que cayó en la cuenta ¡La sangre estaba formando una palabra! Se levantó sobresaltado, aterrado hasta los huesos.
La sábana se le deslizó hasta la altura de la cintura. Estaba sudando y respiraba con dificultad. El suspiro que exhaló fue de absoluto alivio. Se encontraba en su habitación. Todo había sido un sueño, una pesadilla.
—¿Estás bien? —había despertado a su esposa.
—Sí —dijo—. Sólo fue una pesadilla. Voy por un vaso de agua.
Ojalá fuera solo eso. La pesadilla había sido demasiado vívida. Los cactus avanzando a trompicones, como extrañas plantas zombis… El cuervo decapitado, revoloteando sin cabeza, la sangre manando de su cuello… ¡La sangre! Había despertado porque la sangre del ave había formado una palabra. No obstante, no conseguía recordarla. Mejor así, estaba seguro que se trataba de una palabra aterradora.
—Tráeme uno a mí —dijo su esposa.
Anderson asintió.
*****
Por la mañana, la pesadilla seguía fija en la mente de Anderson, inamovible. Lo que de cierta forma le pareció extraño porque normalmente los sueños, ya sean buenos o malos, son fugaces, algo que después de unas horas parece algo lejano. Pero aquél seguía allí, intacto y sobrecogiéndole el corazón, llenándoselo de dudas y temores. Lo único que no conseguía recordar era la palabra que se había formado con la sangre del ave negra.
Su esposa había preparado huevos rancheros para el desayuno. Sus dos pequeños, Marta y Felipe ya devoraban los suyos con apetito.
—Buenos días, papá —saludaron ambos chicos, casi al unísono.
—Buenos días, pequeños. —Los besó en las mejillas y después le dio un beso en los labios a su esposa.
Laura, Marta y Felipe, su familia, lo que más quería y más le importaba en el mundo. Laura, chaparra y algo entrada en carnes, seguía teniendo los ojos centelleantes de vida y una sonrisa mágica. La amaba, la amaba muchísimo. Marta tenía doce años. La niña seguramente sería una beldad. Alta, delgada, tenía los ojos, el cabello y la sonrisa de su madre. Incluso ya recibía coqueteos de algunos chicos, era algo sobre lo que debería poner un poco más de atención. Felipito, de nueve años, era más bien pequeño y regordete, poseía ese carisma innato en la mayoría de los gorditos. Anderson lo adoraba, a pesar de que a veces hacía unas travesuras de escándalo. Les sonrió. Los amaba. Pero ese día se sentía intranquilo, como si una sombra negra pendiese sobre la cabeza de sus seres queridos. Agitó la cabeza. Era porque la pesadilla había sido vívida y reciente, sólo era eso.