Cuentos de terror

El fatídico caso de Ronald Miller

Ronald Miller, mi compañero de cuarto en la universidad y mi amigo, mi queridísimo y amado amigo. ¿Cómo describir a Ronald antes de su fatal y espantoso final? Bueno, primero diré que era una persona afable, aunque había que tratarlo mucho para descubrir esta faceta de su carácter, ya que normalmente era reservado y poco platicador. Pero era afable, al menos a mí me lo parecía. No era guapo, aunque tampoco era feo. Sus cabellos eran negros y sus ojos azules, cual estanques en calma; aunque al final más bien parecían ríos turbulentos. Medía alrededor del metro setenta y hacía ejercicio de vez en cuando. Más que todo lo suyo eran los libros y soñar despierto.

¡Y vaya que le gustaba soñar despierto! Creo, fue esto lo que lo llevó a su muerte. Aún se me encogen las entrañas al recordar esa aciaga noche, y eso que fue hace muchísimo tiempo.

Hacía tiempo que quería escribir sobre el fatídico caso de Ronald Miller, pero siempre me faltaba el valor, todo me parecía demasiado reciente y demasiado aterrador. Ahora que ya han pasado más de dos décadas y pocos recuerdan su muerte, ahora que tengo esposa y tres preciosos hijos, por fin me he atrevido a coger papel y lápiz y transcribir tal cual percibí lo que ocurrió con mi amigo.

Como ya mencioné antes, a Ronald Miller le gustaba soñar despierto. Y en una de esas soñó que podría conquistar a Mary Roselli, la chica más hermosa que haya pisado jamás la tierra. Más hermosa incluso que Helena de Troya, se los juro. Incluso mi esposa, que también conoció a Mary, estuvo de acuerdo en que Mary era una beldad entre las beldades. No sin cierto resentimiento, claro.

La señorita Roselli era de cabellos castaños y ondulados y sus ojos color avellana eran miel para quien se fijara en ellos. No sólo eso, era esbelta, de hermosas y torneadas piernas, pechos pequeños y firmes y su piel era del color de un bronceado permanente. Y su sonrisa, su sonrisa amigos, basta decir que hacía que las piedras se derritieran. La mitad de los que la conocíamos estábamos enamorados de ella, la otra mitad eran mujeres, y éstas, más que amor, lo que profesaban a la pobre señorita eran celos y envidia. Aunque por supuesto ella no tenía la culpa de haber nacido anatómicamente tan perfecta. Es cierto que a veces se vestía con poca ropa para lucir sus atributos, pero vamos, es la moda, ella no tenía la culpa.

Pues bien, Ronald Miller soñó que podría tenerla. Y no lo culpo, yo también soñé con tenerla, sólo que después de un par de intentonas me resigné y traté de ver otros horizontes. Pero Ronald se había enamorado de ella, más que ningún otro. Y cuando supo que la señorita Miller se había comprometido con un tal John Vaughan, estudiante de último año y que se decía ya había recibido ofertas de empleo de una importante compañía transnacional, temí que se volvería loco.

Cuando se enteró de la boda de la señorita Miller llegó al cuarto hecho una fiera, se tiraba de los negros cabellos con demasiada fuerza que temí que se los arrancaría y golpeó con los puños y los pies al menos medio centenar de veces del ropero.

—¿Qué sucede? —pregunté apartando el libro que leía en mi cama.

—Mary se va a casar —dijo. Al notar la poca sorpresa que yo mostré se abalanzó sobre mí y empezó a gritarme—: ¡Tú lo sabías! ¡Tú lo sabías, Harry! Y no me dijiste nada. Creí que eras mi amigo.

—Soy tu amigo —me defendí—. Por eso mismo no te lo había dicho —me lo quité de encima y empecé a pasearme por la habitación—. Además, no es tan grave —quizá nunca debí decir aquello—, todo el mundo se casa. Más una señorita como Mary. Era obvio que tarde o temprano se casaría.

—¡Pero tenía que ser conmigo! —gritó—. ¡Conmigo, Harry! No con ese estúpido de Vaughan, que se pasea con su Ferrari de aquí para allá y de allá para acá, que hace fiestas en su mansión y nos invita a todos sólo para que veamos todo lo que tiene. —Se le quebró la voz y empezó a llorar—. Ella tenía que ser para mí, no para él. Yo la amo, Harry. La amo.

—Lo sé —le dije. Me acerqué y lo abracé. No sabía qué más hacer.

—Es tan linda, tan perfecta. ¿Por qué Dios hace personas así de bellas? —Ronald seguía sollozando— ¿Para torturar a los débiles e idiotas como yo? ¿Por qué hace que nos enamoremos de quien no nos quiere? ¿Es que le parece divertido o es su forma de demostrar su amor por todos nosotros? ¡A la mierda con todo! ¡A la mierda con Dios! ¡Si existe un Dios estoy seguro que es alguien cruel! Alguien que prefiere a unos pocos y se divierte con el sufrimiento de los demás ¿Por qué sino los ladrones y los asesinos son los más prósperos y los leales, trabajadores, luchadores, somos los que sufrimos más?




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