El sol crepuscular bañaba la tarde de naranja y oro, arrancaba destellos refulgentes de las fachadas de los edificios y provocaba el efecto de aureolas doradas en muchos de los transeúntes. Todo muy lindo. Sin embargo, era lo único. Richard, con pantalones marrones y descocidos, y camisa a cuadros antiquísima, caminaba con las manos en los bolsillos y sintiéndose el hombre con peor fortuna en el mundo, y por ende el más desdichado. Hacía un año que no tenía un empleo de ningún tipo, seis meses atrás había muerto su padre dejándole todo a sus hijos más pequeños, y por si eso fuera poco, aún se encontraba en el velatorio de su progenitor cuando su mujer decidió fugarse con el que hasta entonces era su mejor amigo.
Si no era el tipo más desdichado del mundo, sin lugar a dudas entraba entre los finalistas.
«Y nuestro finalista número tres, de los tipos más desafortunados del mundo: Richard Kay. Un aplauso por favor». Casi oía la voz del presentador y el retumbar de los aplausos de un millar de personas, todas con más suerte que él. Maldijo por lo bajo y golpeó con fuerza una lata tirada en la acera.
Más adelante dobló hacia la izquierda y empezó a serpentear por un laberinto de calles en las que la mayoría de las personas se perderían. Llegó al edificio donde tenía una habitación, de la que, si no conseguía un trabajo, no tardarían en echarlo. Alcanzó su camastro, unas tablas podridas y un colchón mohoso lleno de pulgas, y se echó a dormir; en los últimos meses acostumbraba acostarse temprano para evitar el hambre de la cena.
Tardó un poco en conciliar el sueño, eran tantas sus desventuras que a menudo le quitaban el sueño, pero al final lo consiguió. Y de pronto se encontró junto a un enorme lecho, con sábanas de lino y bordados de oro, con postes que semejaban criaturas fantásticas y que sostenían cortinas traslúcidas. En el lecho había un anciano de aspecto moribundo, tenía bolsas en los ojos y tez amarillenta, presentaba un estado de delgadez terrible y cuando habló su voz era temblorosa y apenas inteligible:
—Acércate, hijo mío —dijo.
Richard no se movió durante un instante, hasta que comprendió que el anciano se refería a él. Una anciana junto a la cabecera de la cama, de alguna forma sabía que era su madre, le indicó con un gesto que hiciera lo que se le mandaba. Sintiéndose un poco tonto, Richard se acercó al anciano, y cada vez estaba más convencido de que el señor era su padre, cosa estúpida porque el decrepito anciano no se parecía en nada al borracho que había enterrado hacía seis meses.
—Aquí estoy, padre —dijo Richard tomando una mano del anciano, no sabía de dónde le había salido esa idea, pero de pronto estaba seguro de que era lo que tenía que decir y hacer.
—Mi vida se acaba —dijo el anciano, mirándole a los ojos—. Confío en que seas un buen Rey. Lamento que no pueda estar en tú boda, pero las fuerzas me faltan cada vez más…
Así fue como Richard descubrió que era Príncipe de un país llamado Sirnal y que se casaría con una princesa de nombre Myrella, hija del gran soberano de Benthar, país vecino y aliado de Sirnal. Además de la charla con su anciano padre, también conversó con su madre, el mayordomo, el capitán de la guardia y algunos de sus otros parientes. De pronto descubrió que el sitio le resultaba conocido, como si realmente hubiera vivido desde pequeño en palacio, y ahora le bastaba con ver a una persona para saber quién era y qué relación tenía con ella.
Se paseó durante largas horas en los hermosos jardines de los patios interiores y cuando se asomó por las ventanas de una de las altas torres de mármol de palacio, descubrió que a los pies de éste había una enorme y magnífica ciudad, con grandes edificios de cúpulas doradas, de calles limpias y brillantes y murallas altas, fuertes y hermosas. Más allá de las murallas había un puerto con centenares de barcos en sus dársenas y más allá, sólo el azul del mar y del cielo. Lo mejor de todo es que tras ver la ciudad, Richard supo que la conocía, infinidad de veces había cabalgado por sus pavimentadas calles y tras salir por las enormes puertas recubiertas de oro, las aclamaciones del pueblo habían sido su delirio.
Para culminar una jornada maravillosa, mitigada solamente por el recuerdo de su padre moribundo en las estancias reales, le sirvieron de cenar un verdadero banquete: cerdo asado, salmón ahumado, cangrejos y centollos en salsa picante, empanadas de lamprea, cebollas azadas con zanahorias y remolacha, uvas, fresas y ciruelas pasas, agua y vino. Comió como no recordaba en mucho tiempo, hasta que el estómago empezó a dolerle.
Y fue precisamente el dolor de estómago el que lo devolvió a la realidad. Los rayos del sol se colaban por la rendija de la vieja puerta y el calor que hacía le reveló que el día estaba muy avanzado. Agitó la cabeza con pesadumbre y se sintió aún más desdichado que antes. La miseria en la que vivía lo hacía fantasear en sueños. No obstante, todo había sido tan real, juraría que aún sentía el sabor del vino y la comida en la boca. Eso le recordó a su estómago que hacía muchos días que no tomaba una comida decente, se contrajo, como reclamando, y Richard Kay estuvo a punto de caer del dolor. Tenía que conseguir algo de comer, y pronto.