La laguna que todos llaman La Ciénaga no se encuentra muy lejos de la aldea en la que yo vivía. A partir de la última casa (que pertenece a un señor que la mayoría llamamos Cheje, pero que realmente se llama Francisco) calculo habrá un máximo de un kilómetro hasta la mencionada laguna. Es una laguna muy grande, hay quienes dicen que es un lago pequeño, la verdad yo no sabría opinar al respecto porque no sé qué es una laguna o un lago. Lo que sí sé es que se trata de una gran cantidad de agua, un kilómetro de diámetro. Su agua es verde y parduzca, y se dice que su punto más profundo sobrepasa el centenar de metros. Está rodeada en su mayoría de bosquecillos y matorrales y aunque es hogar de vastas cantidades de peces, tortugas y lagartos, no todo mundo se siente cómodo acercándose a ella, y no es precisamente por miedo a los lagartos.
No. Se debe a algo más. Se cuentan ciertas historias alrededor de La Ciénaga. Algunas muy aterradoras.
Mi madre me contó que en una ocasión, cuando recién había venido de oriente para establecerse en ésta diminuta aldea y yo era un niño, fue a pescar a la laguna.
—Había buena pesca —me dijo, yo escuchaba sentado en el suelo, embelesado, como sólo los pequeños pueden hacerlo—. Pero en una ocasión, cuando lancé el anzuelo, algo muy grande mordió la carnada. Me sobresalté, contenta pensando que algo muy grande había mordido. Jalé la cuerda con fuerza, temiendo que se rompiera por el gran pesor del que tiraba —ponía el rostro como si estuviera haciendo un gran esfuerzo mientras sus manos braceaban, imitando el tirar de la cuerda, yo oía y observaba con la boca abierta, tan silencioso como la nada—. Pero resistió, y yo jalé, jalé y jalé… cuando la presa asomó la cabeza por el borde del agua yo grité aterrada y dejé escapar la cuerda. ¡Fue algo horrible!
Se estremeció notoriamente al llegar a ésta parte.
—¿Qué habías pescado, mamá? —pregunté impaciente.
—No era un pez —me dijo—. No sé lo que era ni quiero saberlo… lo único que vi fue la cabeza de tú abuelo, muerto hace diez años. Por eso hijo, no quiero que te acerques a ese lugar.
En ese entonces yo tenía nueve o diez años, no recuerdo bien, se me puso la carne de gallina y temí a la laguna más que a todos los monstruos de mis pesadillas.
Años más tarde, encontraron a una chica de nombre Alejandra medio muerta a las orillas de la laguna. No había perdido el conocimiento, pero temblaba alarmantemente y lo único que decía eran incoherencias. Un mes más tarde me contaría que buscaba ciertas plantas para prepararle un baño a su madre enferma.
—La cogí casi del tronco —me explicó, refiriéndose a la planta—, y tiré de ella. Normalmente son plantas de tallo suave, no requieren demasiado esfuerzo para arrancarlas. Pero ésta opuso mucha resistencia, y yo insistí, tirando con fuerza y con ambas manos. Estaba a punto de darme por vencida cuando cedió un poquito, me alegré y seguí tirando. Poco a poco las raíces fueron saliendo —aquí se cubrió con los brazos, tratando de alejar los temblores—, pero no eran raíces las que salieron al final, sino un rostro terroso, deforme, de mandíbula puntiaguda y grandes ojos, ojos blancos y escudriñadores… cuando abrió la boca y emitió un chillido agudo, me desmayé.
Las historias acerca de La Ciénaga y las cosas aterradoras que ocurrían en ella o en sus cercanías fueron parte de mi niñez y de buena parte de mi juventud. En realidad, no son demasiadas, y no todos las creen, si he de ser sincero, pero a mí sí me parecían verosímiles y lograron lo que mi mamá pretendía, mantenerme alejado de la mencionada laguna.
Pero crecí, me hice adulto, y el miedo a La Ciénaga fue menguando. Empecé a ver lo absurdo de las historias que de niño tanto me asustaban, y reía como loco al pensar en lo estúpido que había sido. Aun así me fui con mucho tiento la primera vez que visité La Ciénaga. Iba ojo avizor, el sol asomaba tímidamente entre nubes grises en el cielo, y una fresca brisa agitaba los bosquecillos haciéndoles parecer que querían alcanzarme. Esa primera vez escuché pequeños chapoteos en la laguna, como de algo que se sumerge para mantenerse oculto. Mil ideas, cada cual más pesimista y aterradora que la anterior empezaron a girar en mi mente. Me estremecí, intuía pequeños monstruos ocultándose, criaturas grotescas y deformes observándome, depredadores del inframundo lamiéndose por mi carne… pero no era nada, los chapoteos eran provocados por tortugas y lagartos que se escabullían al intuir presencia humana muy cerca de ellos. Después de superado el miedo inicial, me puse a pescar.
Así fue como perdí todo el miedo a La Ciénaga. A partir de ese día empecé a ir a pescar con bastante frecuencia, siempre con buenos resultados. Años más tarde, cuando el miedo había quedado olvidado por completo, empecé a optar por pescar de noche, con arpón. El lugar estaba atestado de lagartos, pero no lo atacaban a uno si se sabía dónde meterse. Las presas que se conseguían por la noche superaban con creces las obtenidas durante el día con simple anzuelo y caña.