Cuentos de terror

Una llamada a medianoche (I)

Barry Donald soñaba con una joven universitaria que había conocido hacía poco. En el sueño la joven aceptaba sus coqueteos y respondía de manera insinuadora, cosa que no había ocurrido ni de cerca en la realidad, cuando la chica había acudido a una entrevista de trabajo. Se proponía invitarla a salir cuando el teléfono empezó a sonar. Levantó la bocina, pero no era el teléfono de la oficina, sino otro, un sonido que parecía venir de otra oficina o de un lugar ajeno al edificio. Parecía algo lejano, como algo que vibraba en la atmósfera, algo que lo llamaba, invitándolo a salir del cubículo en el que se hallaba.

Barry abrió los ojos. El sonido seguía repiqueteando en su cabeza. No, no era en su cabeza, el teléfono sobre la mesilla estaba sonando. Se pasó una mano sobre la cara intentando desperezarse un poco y cogió el teléfono. ¿Quién demonios llamaba a esa hora de la noche? Miró su reloj de pulsera antes de contestar: Eran las doce de la noche en punto. ¡Qué raro!

—¿Quién habla? —atendió.

—¡Barry! —la voz angustiada de Jenny, su cuñada, lo despabiló en un santiamén—. ¡Soy yo, Jenny?

—¿Qué sucede, querida?

Barry se sentó en el borde de la cama. Se sentía inquieto.

—Es Tommy, se encuentra mal.

—¿Quieres que llame a una ambulancia? —Que estúpida pregunta. Era obvio que su cuñada necesitaba de él, de su apoyo, no que le llamara una ambulancia, de haberla querido la habría llamado ella misma.

—Sí, bueno, no… Es que no sé qué hacer. Está como poseído, habla cosas sin sentido, y demoníacas, tengo miedo, ven por favor.

—Llego en media hora, no lo pierdas de vista.

—De acuerdo. Pero date prisa.

La conexión se cortó. Pero Barry aún oía la angustiada voz de su cuñada como un eco lejano: «Está como poseído, habla cosas sin sentido, y demoníacas, tengo miedo, ven por favor». Se puso de pie de un salto y empezó a vestirse con precipitación.

Tommy siempre había sino un crío débil y enfermizo. Era demasiado pequeño y menudo para su edad. El mes pasado había cumplido cinco años, pero parecía uno de tres, y mal alimentado, por cierto. Su estado había empeorado desde la muerte del hermano de Barry hacía un año. Padecía fiebres y calenturas a menudo y sufría convulsiones que se repetían cada vez con más frecuencia y de más duración. Pero eso de que hablara cosas incoherentes y demoníacas (a qué se refería Jenny con cosas demoníacas era algo que todavía debía preguntarle) era algo nuevo.

Después de vestirse con muchas prisas, cogió las llaves del coche y salió casi corriendo de la casa.

Jenny vivía al otro lado de la ciudad, un trayecto que siempre era largo, aún sin contar con demasiado tráfico. Su cuñada estaba asustada, aterrada diría Barry, de manera que debía darse prisa. Sacó el coche del garaje, puso en marcha el motor y aceleró a fondo, sin dejar que el motor calentara siquiera un par de segundos. Su cuñada estaba asustada y Tommy tenía problemas, era lo único que importaba.

Las calles estaban solitarias, iluminadas por la luz de las farolas públicas y por una luna llena que tenía tintes rojizos. Ver aquella luna estremeció a Barry. En una esquina vio a un indigente dormir amparado únicamente por unos cartones. Más adelante vio un par de perros rumiar en unos contenedores de basura y a un borracho que caminaba en zigzag. Aparte de él en las calles apenas había tráfico. Se topó con unos cuantos coches, de jóvenes que andaban en farra imaginó, y con algunos camiones y buses a los que no dirigió más que un vistazo. Mejor que mejor, entre menos tráfico, más luego llegaría con Jenny.

Su cuñada la había pasado mal el último año. El hermano de Barry había muerto en un accidente de tráfico el año pasado, y aunque Jenny parecía ya haber superado el trauma, estaba la cuestión de Tommy, que casi siempre sufría de alguna dolencia o enfermedad. Aún cuando la compañía de seguros le había dado una importante cantidad de dinero, Barry no envidiaba para nada su situación.

Qué bueno que él, a pesar de ser un año mayor que su fallecido hermano, aún no se había casado. Tenía treinta y cinco años, y aunque muchas veces se apoderaba de él la melancolía y añoraba tener alguien que lo abrazase durante las noches, las más de las veces se sentía bien con su situación. No se imaginaba dejando a alguien sola como sucedió con Jenny. No, las personas casadas, más si eran personas como su hermano, no deberían morir por causas externas para dejar una esposa sola y sumida en la depresión. Dios no debería permitir que pasaran cosas así. No, no debería.




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