Barry se detuvo en el rellano superior de la escalera. En el barandal de la derecha había colgado un par de ligas, del mismo color rojo que el resto; eso significaba que debía girar hacia la derecha, hacia la habitación de su cuñada. Su miembro le presionó con más fuerza entre los calzones. Dobló a la derecha y avanzó, desalentado por una repentina intuición, un poco más lento y alerta.
A mitad de camino hizo un giro de ciento ochenta grados, espoleado por un repentino aguijonazo de terror. Escudriñó la oscuridad, atento a cualquier movimiento. Nada. Sin embargo, había oído en ruido leve, como suaves pisadas, pequeñas, sin duda alguna imperceptibles en cualquier otro momento, no así en la quietud que reinaba en la casa. ¿Será que lo estaba imaginando? Retomó su dirección inicial y vigiló hacia el otro lado. Nada. Sólo silencio y oscuridad. ¿Qué demonios le pasaba?
«Nada tonto. Sólo estás nervioso. Mejor ve con tu cachonda cuñada que te ha de estar esperando sin ropa». Esa idea lo hizo sentir mejor y logró que los labios se le atirantaran en un amago de sonrisa. «John, querido hermano, estés donde estés, por tú bien no mires para acá hasta dentro de un buen rato».
Restando toda la importancia, que su subconsciente le permitía, a aquel repentino miedo, Barry retomó el camino hacia la habitación de Jenny. Sin embargo no iba tranquilo, tenía la sensación de que algo lo vigilaba y que alguien lo seguía.
Se detuvo frente a la puerta, seguro de que era la habitación correcta. Colgando en el pomo de la manecilla había una tira de preservativos, o “juguetitos de látex”, como él solía llamarles. El interior de la habitación emitía un leve resplandor amarillento. Barry imaginó un enorme lecho perfumado y una docena de velas montando guardia en torno a éste.
Colocó su mano en la manecilla de la puerta, iba a girarla, pero se detuvo, indeciso por un momento. ¿Era correcto lo que iba a hacer? Después de todo, la persona que lo esperaba en el interior era la mujer de su hermano, de John, por muy muerto que éste estuviera. Además, estaba esa sensación de sentirse vigilado y tenía la casi certeza de que si se giraba con suficiente rapidez vería algo anómalo y oscuro plantado frente a él. ¿O es que esa sensación era la culpa? Porque que Barry supiera, era la primera vez que se acostaría con la esposa de alguien. Hasta ese momento sólo había tenido relaciones con mujeres solteras, al menos hasta donde él sabía. Sí, eso debía ser. Todo su miedo y nerviosismo debía ser por la culpa. De pronto tenía ganas de reír. Él preocupado cuando todo era por la maldita culpa. Mañana le preguntaría a uno de sus amigos si así se sentía cada vez que se acostaba con la mujer del jefe. Además ¿no decía la biblia que cuando un hermano fallecía el otro debía tomar a su mujer? ¿Acaso no era lo que él se proponía hacer? ¡Y vaya que la tomaría!
Con resolución giró la manecilla y abrió la puerta. Sí, todo era como se lo había imaginado. Jenny, vestida con una bata de satén traslúcida, estaba recostada en un enorme lecho. La etérea prenda dejaba ver su hermoso cuerpo. No llevaba nada puesto aparte de la bata.
La cama no estaba pegada a la pared como siempre, sino que estaba en el centro de la estancia, y la rodeaba un círculo formado por trece velas de llamas amarillas.
Barry cerró la puerta tras de sí y avanzó un paso.
—Ven, no tengas miedo. —La voz de Jenny era suave, seductora. No obstante, había un leve temblor en ella, casi imperceptible. Barry la achacó a los nervios y obedeció.
No hablaron. Jenny lo recibió en sus brazos y con los labios entreabiertos. El primer beso era fuego puro. Sus labios rojos y carnosos temblaban cuando lo besó. Barry pensó que ella estaba tan nerviosa y excitada como él. ¡Esa noche se lo pasaría a lo grande!
Después de un corto intercambio de besos y caricias, Jenny lo ayudó a desvestirse y le puso, con esas manitas preciosas y temblorosas, el “juguetito de látex”. Barry la tumbó de espaldas, le besó los pezones una última vez y la penetró con fuerza. Ambos soltaron un gemido. ¡Era increíble! La embistió con fuerza una y otra vez, sabedor de que no tardaría en correrse. A sus espaldas creyó oír que la puerta se abría, pero hizo caso omiso. Ahora no tenía tiempo para la culpa. Estaba muy ocupado.
La última embestida fue magnífica, celestial. Gritó de placer, extasiado, mientras el semen salía a raudales. Jenny jadeaba, exhausta, y sus ojos brillaban. De pronto algo opacó esos hermosos ojos ¡Una sombra! Barry giró la cabeza hacia atrás. Lo único que vio fue un borrón oscuro acercarse a la velocidad de la luz. Hubo un ramalazo de dolor mientras sus ojos perdían la visión. Apenas fue consciente de caer en el lecho. Entreabrió los ojos en un fútil intento de saber qué ocurría: vio un hombrecillo gris de ojos rojos que lo halaba de las piernas, luego… luego todo se tornó oscuro y se sumió en la inconsciencia.