Cuentos de terror

Un sueño aterrador

El ser que no tenía nombre descendió de la cima de la montaña. Era un descenso abrupto y desigual, el aire era frío y cortante, pero su piel gruesa y sus extremidades terminadas en garras lo facilitaban todo. Allá abajo había una villa, no muy grande, pero que estaba repleta de carne, suculenta carne. ¡Esa noche tenía mucha hambre!

Descendió sobre la ladera sur de la alta montaña y llegó al pie de un pequeño bosquecillo que la luna llena iluminaba majestuosamente. Más adelante había granjas y más allá, el centro del pueblo. Se sumergió en el bosquecillo y corrió veloz. El olor a árboles mohosos, a agujas de pino, a animales muertos inundaba el aire. Mas no vio ningún ser vivo, a excepción de unas cuantas ratas. Todos los demás lo olían a él, y fuera lo que fuera que olieran, los hacía alejarse deprisa. A él no le importaba, esa noche no quería carne de animal. Esa noche quería algo más.

Siguió corriendo sobre el manto de hojas muertas del bosquecillo y llegó hasta una de esas cosas que los humanos llamaban “cercas”. ¿Cómo lo sabía? No tenía ni idea. A veces se sorprendía de todas las cosas humanas que identificaba y nombraba tras sólo verlas. Incluso había ocasiones en que consideraba la posibilidad de tener un pasado humano. Lo cual era una tontería. Aunque la idea cobraba fuerza cuando trataba de recordar su pasado. Pero ahora eso no venía al caso.

Se paró en las patas traseras y posó las manos en la cerca. En el interior estaban echadas un montón de vacas. Eran deliciosas esas criaturas, pero lo eran más quienes las pastaban. El ganado debió percibir su efluvio porque todas se pusieron de pie y empezaron a balar y a moverse alocadamente. Un momento después los perros empezaron a ladrar. Adelante se vislumbraba la silueta de una casa, si había humanos allí, no tardarían en salir, alarmados y con un tubo escupe fuego en las manos. Para ese artefacto humano sí que no tenía nombre. Eran peligrosas esas cosas, quemaban allí donde golpeaban y si uno no se andaba con prisas, acababa muerto. Esa era la razón de que no se acercara a menudo a aquellos lugares atestados de gente. Pero esa noche sus deseos eran irresistibles, además de que tenía completa seguridad de que nada podría ir mal.

Los humanos no tardarían en salir. Ya sabía lo que harían. Esa noche los iba a sorprender. Se deslizó al interior de la cerca y se perdió en la noche.

*****

Darío despertó de a poco, como volviendo de un estado de inconsciencia. Lo primero que percibió fue el ladrido de los perros, después la intranquilidad del ganado y los balidos lastimeros. El sueño se esfumó de un plumazo y se puso de pie de un salto. «¡Lobos!», fue lo primero que pensó.

—¡Ana, despierta! —bramó al tiempo que corría por la escopeta.

Su mujer, regordeta y de lacio cabello pelirrojo, igual que el suyo, se levantó con prisas. Que Darío la despertara a mitad de la noche no implicaba buenas nuevas. Encendió la lámpara que siempre estaba cerca del lecho y se vistió con un camisón de forma mecánica.

—¿Qué sucede?

—¡Lobos! —respondió Darío mientras cargaba la escopeta—. Los malditos están atacando las vacas.

—¿Estás seguro?

—¿Quién más sino, mujer? —replicó.

Los malditos lobos bajaban de vez en cuando, y aunque no siempre conseguían darse un banquete con una de sus vacas, casi siempre herían a más de alguna. Pero esa vez no sería así. Hacía una semana había comprado una de esas escopetas, salidas al mercado no hacía mucho y demasiado caras y raras para que un granjero común pudiera permitírselas, pero tras ahorrar durante algún tiempo, Darío había reunido el dinero suficiente para comprarse una. Esta vez las fieras se llevarían una desagradable sorpresa. Nada de arcos, azadas o machetes, ésta vez no. Después de esa noche dudaba que los lobos volvieran.

—No lo sé —dijo su mujer a la vez que sacaba un machete de debajo de la cama—. ¿Escuchas eso? —Era lógico que el dinero no había alcanzado para dos armas de fuego.

—Pues claro que lo oigo, mujer, no estoy sordo.

—¿No te das cuenta? Los perros ladran como asustados y no enrabietados y las vacas están aterradas.

—Serán comida de lobos si no nos movemos, ¿Qué quieres qué hagan?, ¿que bailen y canten?

—¿Y los perros? —inquirió su mujer.

—Unos cobardes.

Su mujer bufó.

Había olvidado lo supersticiosa que era su mujer. Si en esos momentos le preguntaba de qué se trataba entonces, seguro le diría que un monstruo o demonio era quien se movía entre su ganado. Menuda tontería.




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