Cuentos de terror

El extraño inquilino

—¿Tenemos un trato, caballero? —preguntó su madre.

—Me parece que sí, señora Patricia —confirmó el sujeto que hablaba con la señora de la casa.

Era un hombre alto y desgarbado, de rostro enjuto y ojos hundidos. Vestía ropas oscuras y como tal era su presencia. Daniel no lo había visto sonreír en los más de quince minutos que llevaba con su madre, y no parecía que fuera a hacerlo antes de irse. En un primer momento Daniel lo había tomado por uno de los amantes de su madre, aunque ella negaba tener alguno, pero al final resultó ser uno de los pocos interesados en la habitación que madre había decidido rentar en la planta de arriba.

Su madre y el nuevo inquilino se estrecharon la mano y el caballero se marchó, no sin antes avisar que regresaría el siguiente día para tomar posesión de su nueva habitación.

—Me pareció un sujeto algo extraño —comentó Daniel saliendo de la cocina desde donde había presenciado el desarrollo de la entrevista.

—¿Otra vez espiando? —inquirió su madre con nota de desaprobación.

Daniel se encogió de hombros. Le daba igual lo que su madre pensara. Desde que le perdiera el miedo ya no le importaba lo que su madre le dijera.

Doña Patricia, como medio mundo la llamaba, era una señora que rondaba los cuarenta y tantos años, y era alta, de piel tersa y de un lustroso cabello negro que le colgaba a la altura de los glúteos. La mayoría de sus amigos se referían a ella como una mujer bien preservada, cuando no buena, pese a su edad. Y no pocos, a espaldas de él claro, habían intentado llevársela a la cama. Daniel no sabía el resultado de esas intentonas. Ni quería saberlo.

—Me parece un tipo sombrío —dijo Daniel.

—Trabaja en una funeraria —apuntó doña Patricia—, quizá se deba a eso. Además, mejor que sea así, de ese modo no se meterá mucho en nuestras vidas. ¿No es eso lo que te preocupa?

Daniel sintió la ira y la vergüenza rebullir en su interior.

Padre había muerto hacía casi siete años, al rodar por las escaleras desde el segundo piso. La aseguradora le había dado una importante suma de cinco cifras a madre, pero ésta la había despilfarrado en muebles, lujos y muchos tratamientos de belleza. En menos de un año se había acabado ese dinero y se había abocado a todo tipo de amantes para mantenerse a flote. Ahora, aseguraba, que había puesto su propio salón de belleza, más la renta del cuarto superior, dejaría esos andares para evitar hacer pasar más vergüenzas a su hijo. Daniel dudaba que dejara de hacerlo, había llegado a la conclusión de que ella se revolcaba por placer y no por dinero, y ese placer no se lo proporcionaría nunca un salón de belleza.

—Sabes que no me importa lo que hagas o dejes de hacer —le dijo con acritud. Se dio la espalda y se dirigió a las escaleras para llegar a su habitación—. Trabaja en una funeraria —comentó sin más a mitad de los escalones—, eso me recuerda a padre.

No volvió el rostro, pero estaba seguro que madre había torcido el gesto.

«Perfecto —pensó con rabia—, eso le agriará el día».

Y en efecto su padre trabajaba en una funeraria cuando murió. Don Francisco había sido un señor afable, siempre tenía una sonrisa pronta para cualquiera y un gran estómago producto de las ingentes cantidades de cerveza que consumía y del cual brotaban sonoras carcajadas como el retumbar de un tambor. Pensar en su padre hizo sentir nostalgia a Daniel, pero pronto esta se vio desbordada por la ira. No ira por su padre, sino por su madre. Ella era la culpable de que padre pasara la mitad del tiempo borracho, ella era la culpable de que él la golpeara de vez en cuando, ella era la culpable de su muerte, ella y sus continuas infidelidades.

Recordó esa tarde de domingo, acaecida hacía casi siete años. Su padre volvía borracho como de costumbre, sólo que mucho más temprano. Daniel, con doce años en ese entonces, lo vio llegar mientras jugaba con su patineta en la calle, fue tras él mientras vociferaba y avanzaba a trompicones. Su padre entró a la casa dando un portazo mientras gritaba mil insultos a su madre, llamándola perra y asegurándole que ese día la iba a matar, a ella y a su amante. Ese día lo asustó tanto que no se atrevió a seguirlo y se quedó fuera, espiando por una de las ventanas del jardín.

A través de los vidrios de la ventana Daniel vio y escuchó a su padre vociferar mil insultos mientras tambaleante se ayudaba de la baranda para subir las escaleras. Su madre apareció en la cabecera de las mismas, vestida únicamente con una bata blanca. Al verla, su padre se abalanzó sobre ella, la cogió de las greñas y la tiró al piso. No era la primera vez que don Francisco le pegaba a su esposa, pero esa vez fue diferente. Daniel recordaba la ira y la locura centelleantes en los ojos de su padre, y el miedo en los de su madre. Padre golpeó a madre de manera inclemente, con los puños y con las botas. Daniel miraba todo, mudo de terror, agazapado tras una ventana. Padre se detuvo un momento y empezó a sacarse el cincho, pero estaba tan ebrio de rabia y alcohol que trastrabilló y madre sólo tuvo que levantarse a todas prisas y darle un leve empujón. La mole que era su padre dio con la crisma en los escalones y rebotó como una pelota hasta llegar al rellano inferior.




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