La explosión se produjo a la una de la madrugada.
Yo dormía plácidamente, soñando que Arelí Durán me decía que me amaba. Sabía que era un sueño, pero no por eso dejaba de ser algo lindo. El estruendo de la explosión hizo añicos mi ensoñación, haciéndome despertar aterrado y con el corazón a mil por minuto. La tierra tembló, como si fuera a resquebrajarse y se fue apagando paulatinamente. El eco de la explosión perduró en mis oídos unos minutos más.
¡Estaba aturdido! ¿Qué había ocurrido?
Cuando la tierra dejó de vibrar, oí ruidos de pasos en la casa y las luces empezaron a cobrar vida. También me levanté, encendí las luces de mi habitación y me vestí con prisas.
El sismo, sí es que lo era, no había provocado en casa mayor daño que unas bajillas rotas y una tiradera de objetos varios. En la sala se habían caído unos trofeos ganados hace tiempo y una de las bocinas del aparato de sonido se había roto al caer de los estantes.
El resto de la familia, mis padres, mi abuelo y tres hermanos, estaban fuera, conversando nerviosamente con los vecinos. Al parecer, todo el pueblo se había levantado. Y no los culpaba.
—…la casa de los Johnson se vino abajo —comentaba con visible temor el viejo Elías—. Y no fue la única. Al parecer el sismo fue más fuerte en el sur del pueblo. Hay muchos muertos y heridos.
No fueron pocas las mujeres que ahogaron una exclamación a la vez que se tapaban la boca con las manos. Y, a decir verdad, también hubo uno que otro hombre que las imitó, aunque al darse cuenta de lo que hacían rápidamente adoptaron una actitud más serena.
—Debemos ir a socorrer a todas esas personas —dijo mi madre.
—Es lo que les iba a decir —dijo el viejo Elías.
—Llevaré mi camioneta —anunció mi padre—. Habrá que llevar a los heridos a la ciudad.
Las siguientes horas se sucedieron en medio de un frenesí calmo e irreal. En un principio se temía una réplica del sismo, como suele suceder en estos casos, y los vecinos, incluido yo, entrabamos a las casas con temor reverencial. Y aunque no nos sentíamos cómodos penetrando en viviendas medio derruidas, era nuestro deber hacerlo, ya que no eran pocas las personas que atrapadas entre los escombros gemían de dolor o gritaban pidiendo auxilio. Cumplimos con nuestro deber, como buenos vecinos que éramos. Incluso llegué a entrever a la hermosa Arelí ayudando a una niña. ¡Qué hermosa era! Inclusive con el cabello enredado, la ropa sucia de hollín y el rostro tiznado y sudoroso. Descubrió que yo la observaba y me sonrió. Era lo más que obtendría de ella.
El alba nos encontró aún atareados. Los heridos de gravedad hacía horas que habían sido trasladados al hospital de la ciudad en varios camiones, pero aún teníamos con nosotros a muchos otros que no precisaban de un hospital pero que sin embargo no podíamos dejar sin atender. Además de ellos se hallaba el asunto de los cadáveres.
El recuento hasta esas horas era de veintisiete muertes: ancianos, adultos y niños, la catástrofe no había escogido. Y aún había varios desaparecidos, en las partes impenetrables de las construcciones imaginábamos, pero por ellos ya nada podíamos hacer nosotros. La policía, bomberos, equipos de rescatistas y científicos venían en camino. Ellos se encargarían de encontrarlos en cuanto llegaran.
A eso de las nueve de la mañana por fin nos pudimos dar un descanso. Casas de amigos y familiares hacían de albergues para los que habían quedado sin hogar, así como la parroquia y el salón social. Los cadáveres estaban siendo tratados en la morgue del pueblo y se había preparado un sepelio general. La ayuda venida de la ciudad recién había llegado y había relevado a los vecinos en los asuntos aún pendientes.
Con el descanso vino el tiempo para pensar. Y yo me encontré preguntándome qué había ocurrido realmente. Un terremoto, era lo más lógico, pero estaba el asunto de la explosión, una explosión demasiado fuerte para ser natural.
Hallábame en los lindes meridionales del pueblo, observando sobrecogido el desastre que allí había acaecido y cavilando sobre el percance, cuando vi aparecer en lontananza un puntito en una colina. El puntito se desplazó en dirección al pueblo y en poco más diez minutos llegó hasta donde me hallaba yo.
Era Bryan, un muchacho al que conocía de las cascaritas que nos echábamos en el campo. Llegó jadeante, envuelto en sudor y la total consternación.
—Al sur… —dijo, tomando aliento— un agujero… monstruoso… no es normal.