Cuentos de terror

Los quince años de Arica

La mansión pertenecía a una acaudalada familia de ciudad. Estaba al cuidado de una pareja de criados de edad avanzada, y éstos la mantenían lo más limpia que podían. En los siglos pasados debió haber pertenecido a algún señor feudal o a alguien de la alta alcurnia. Pero de eso ya hacía mucho tiempo. Ahora sólo era una antigua casa, en lo alto de una colina y que muy a menudo despertaba la suspicacia de los vecinos. El caserón tenía tres plantas y techo de pizarra de cuatro aguas. A Arica le pareció perfecta para celebrar su cumpleaños decimoquinto.

De manera que dijo a su padre que allí era dónde quería realizar su fiesta de cumpleaños. Jaime, el padre de Arica, sabedor de que ella quería que ese día fuese muy especial, no escatimó esfuerzos y recursos hasta conseguir que los propietarios de la mansión se la cedieran. Sin mencionar que a él también le pareció perfecta. Mandaron a los viejos cuidadores con algunos de sus parientes, y se hicieron cargo de la casona.

El caserón se alzaba sobre una colina, a un kilómetro del pueblo. Desde éste se podía ver la antigua mansión, las luces en las ventanas cuando los criados las encendían, y el humo que salía de la vieja chimenea cuando el día era claro, pero nada más. Debía admitir que su hija tenía un talento innato para esas cosas.

Hacía menos de un año que la familia de Arica se había mudado al pueblo. De modo que además de que no conocían a mucha gente, también ignoraban la mayoría de leyendas y mitos locales, incluidos aquellos que hacían referencia a la vieja mansión, o al menos eso se suponía. Y entre los conocidos, y no conocidos, de la familia hubo muchos cuchicheos acerca de que era mala idea realizar un evento tan importante en la vida de una joven en un lugar del que no todos guardaban una opinión favorable.

Pero estos cuchicheos no llegaron a oídos de los Arren (así se apellidaba la familia de Arica), o hicieron caso omiso de ellos y la planeación del evento continuó.

  1. se emitieron muchas invitaciones, y todas fueron dirigidas a amigos de la joven. Incluida una para el joven Matías, un mozo gallardo que no cejaba en sus esfuerzos por conquistar a la cumpleañera. Y como la invitación que recibió Matías era diferente a las demás, su corazón se hinchó y sonrió con soberbia porque aquel detalle era prueba de que sus atenciones no pasaban desapercibidas.

A pesar de las murmuraciones de los vecinos de que hacer la fiesta en la casona era mala idea, no pocos se sintieron ofendidos cuando sus hijos no fueron invitados. Esto porque los Arren habían dejado claro que sería una fiesta por completo para adolescentes. Inclusive la banda que tocaría era de sólo muchachos. Los adultos estaban prohibidos para esa fiesta.

Cuando el Señor Arren fue interrogado por un vecino acerca de si le parecía prudente dejar a su hija sola, en la vieja mansión, rodeada de jóvenes de los que no de todos se tenía buena opinión, éste contestó que era la fiesta de su hija y que se haría como ella quisiera. Y no hubo más preguntas al respecto.

El día antes de la fiesta la mansión fue engalanada con globos, flores y tapetes. En la sala más grande, ubicada en el segundo piso, se levantó una pequeña tarima para la banda y enfrente se dispusieron mesas y sillas para los invitados. La señora Arren suspiró maravillada cuando la obra hubo concluido, todo lucía precioso.

—¿Te gusta? —preguntó a la luz de su corazón.

—Me encanta —respondió Arica.

Aunque no era del todo sincera. ¿Globos? Se suponía que el siguiente día sería una señorita en toda regla, ¿entonces por qué mamá adornaba con globos? Eso era de niños. Sin embargo, no discrepó. Ella había elegido la casa, papá la había alquilado, pues que mamá adornara como le apeteciera.

—Mañana estarás radiante —continuó la Señora Arren—. Y te divertirás como nunca.

*****

Y así fue.

El joven Matías fue de los últimos en llegar a la vieja mansión. Se había puesto un frac negro y llegó en el coche de su papá. Esa noche iba dispuesto a conquistar a la quinceañera. Cuando llegó, del interior de la casa provenía una suave melodía y se oían risas y charlas susurrantes. Cogió el ramo de rosas, que descansaba en el asiento del acompañante, y el obsequio, que había metido en la guantera y bajó del auto.

Arica esperaba en el umbral de la entrada, como toda buena anfitriona. Y, en pocas palabras, lucía esplendorosa. Su vestido rosa era más bien discreto, y se ajustaba al talle de su cuerpo de tal forma que revelaba sus curvas de señorita. Matías se la bebió con los ojos. El cabello negro le caía en cascadas sobre los hombros y su terso rostro brillaba. Una esmeralda resplandecía en su pecho y una diadema con pedrería le adornaba la frente. Sí señor, esa chica tenía que ser su novia.




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