Cuentos de terror

La cueva del monstruo

Edward se detuvo bajo la negra sombra de un sauce llorón. Eran las dos de la mañana y la luna menguante, que descendía hacia occidente, levantaba destellos plateados de la sucia agua de la laguna que había enfrente. Se apoyó en la corteza del árbol y escudriñó el rastro. Éste era inconfundible, hasta un ciego podría seguirlo. Apuntó el haz de luz de la lámpara a las huellas y las siguió.

Las huellas eran muy diferentes a cuántas él conocía, no es que conociera muchas, y a la vez tan parecidas. Eran marcas de pies, grandes, palmeados; uno de tres dedos y el otro de cuatro. Edward se preguntaba si su dueño lo había perdido en una de sus aventuras como la de esa noche. Ojalá hubiera perdido la cabeza. Además de los pies, en medio de éstos era posible apreciar un rastro más débil, como un pequeño surco; la cola seguramente.

Siguió las huellas durante al menos otro centenar de metros, cada vez más cerca de la laguna. Sujetaba la escopeta con fuerza, temeroso de que ya no fuera a ser necesaria, mientras el corazón le golpeaba el pecho como un tambor. Y de pronto, las huellas desaparecieron, perdiéndose en la laguna, justo como había temido.

Un grito de angustia brotó de su garganta y cayó de rodillas, llorando, desahuciado. ¡Se la había llevado! ¡Esa maldita cosa se la había llevado! Allí, con las rodillas y los puños en el lodo, sus lágrimas mezclándose con éste, rememoró con dolor, rabia y frustración lo que había ocurrido.

Primero su esposa, ahora su hija. ¿Por qué? Qué había hecho él para merecer tanto dolor. Erika, su esposa, había fallecido hacía tres años presa de una enfermedad que la tuvo en cama durante diez meses, pero la amaba tanto que el dolor era tan fuerte como el primer día. Y ahora Ariane, su dulce Ariane, que había heredado los castaños ojos de Erika, su cabello y sus facciones. Ahora ella, que con sus seis añitos apenas empezaba a ir a la escuela. No, no lo podía soportar. Y ese ser, ¿qué era esa cosa que se la había llevado?

Recordó que tenía un sueño intranquilo cuando el suave arrastrar de pies de la criatura lo despertó. Al principio no lograba ubicar aquel ruido, ni sabía qué lo producía, pero una especie de alarma se prendió en su interior. Recordaba haber saltado de la cama con el corazón acelerado, haberse puesto los pantalones y las botas sin encender la luz y salir corriendo.

Encontró la habitación de Ariane vacía. Enormes huellas de barro embadurnaban el piso y las sábanas estaban revueltas y sucias de tierra y algo que parecía ser musgo. Algo o alguien había entrado en la habitación y se había llevado a su pequeña. Y él no había escuchado los ruidos hasta ese momento. Qué tonto y descuidado.

Siguió las huellas hasta el exterior de la casa y a la luz de la luna vislumbró al secuestrador. Decir que se quedó mudo de sorpresa y espanto, sería quedarse algo lejos de la realidad. El horror que experimentó, sencillamente, es algo imposible de describir con palabras. El ser era alto, quizá más de dos metros, verde oscuro, de gruesas y fuertes patas y una cola que se arrastraba. Su andar era torpe, y su postura encorvada le dio a Edward la extraña certeza de que aquel ser había sido creado para caminar a cuatro patas, y no a dos como lo hacía en aquellos momentos.

Recordaba haber gritado el nombre de su hija después de que el terror inicial lo hubiese abandonado. El ser se volvió y gruñó. Y la vio. El ser acunaba a su pequeña en uno de sus brazos, gruesos como troncos, y con la otra mano le cubría la cara para que sus gritos no sobresalieran. El monstruo volvió a gruñir, le dio la espalda y se echó a correr de un modo bamboleante.

Su reacción inicial había sido seguirlo. Pero se detuvo tras los primeros pasos. ¿Había visto bien? Pues claro que sí. Lo que significaba que, por el aspecto de esa cosa, no podía perseguirlo, así como así, ciego de dolor y sin más armas que sus manos desnudas. De modo que volvió a la casa por la escopeta, munición y una lámpara de mano.

Lamentablemente perdió en ello unos valiosos minutos.

Por eso estaba allí, de rodillas en el limo de la laguna, perdido el rastro, perdida su pequeña y dulce Ariane… Se puso de pie como con un resorte. No. No se daría por vencido. Aún no. Ariane era lo único que le quedaba, no permitiría que se la arrebatasen. Y así, cegado por el dolor y la ira se puso a circunvalar la laguna. La criatura esa tenía aspecto más de animal de tierra que de agua. Probablemente solo había cruzado la laguna para despistarlo (si es que sabía que era perseguido) o para llegar a su guarida al otro lado de la misma. Rezó para que fuera alguna de las dos.

Continuó buscando, atento a cualquier indicio. La luna se diluía en el horizonte con cada minuto que pasaba, casi tan rápido como las esperanzas de Edward. Pasó bajo grandes sauces y olmos, bordeó charcas y pequeños promontorios y apuntó con su arma cuando vio dos ojos amarillos vigilarlo desde la laguna; por un instante creyó que se trataba del mismo monstruo que había raptado a su hija, pero resultó ser un cocodrilo común y corriente.




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