Cuentos de terror

Una noche alrededor de una hoguera

—¿Quién va primero? —preguntó José, el hijo del dueño de la casa.

Estábamos acomodados en torno a una hoguera, unos cien metros a espaldas de la casa, cerca de un pequeño manantial. Éramos cuatro amigos, José, Amílcar, Ramón y yo, César. Estábamos en noche de sábado y, por primera vez en muchos meses, en lugar de ir a parrandear a los bares y cantinas, decidimos pasar esa tarde y la noche en el campo, en una finca que pertenecía a la familia de José.

La casa era antigua, de ladrillos, enyesada y techo de tejas. Tenía tres plantas y se inclinaba un par de grados a la izquierda. Esa noche la teníamos para nosotros solos. Pero de qué nos servía si allí no había energía eléctrica, solo un motor mecánico, y la única televisión (que funcionaba con antena y luz solar) se había descompuesto pocas horas antes de nuestro arribo a la mencionada casa. Durante la tarde no extrañamos ni la televisión ni la energía eléctrica, puesto que nos fuimos a bañar al manantial y después jugamos pelota en el patio hasta que las últimas luces del día se esfumaron. Pero durante la noche fue diferente. El motor producía demasiado ruido para ser tan pequeño y las luces emitían una luz amarillenta, que hacía ver todo de forma fantasmagórica. Queríamos ver televisión y oír música, pero era igual que desear un concierto de Bryam Adams en el patio, imposible.

De manera que allí estábamos los cuatro amigos, en torno a una hoguera, lejos de la casa y del ruido del motor que allí llegaba sólo como un leve zumbido.

—¿Y bien? —insistió José.

—Es que… me siento un tanto bochornoso —dijo Ramón, pasándose una mano por la nuca.

Nuestro anfitrión había propuesto que nos sentáramos en torno a una fogata a azar salchichas y malvaviscos y a contar historias de miedo, como alguna vez hicimos cuando niños. Accedimos porque no había mucho de donde elegir, excepto tal vez, irnos a dormir. Aunque también porque, además de salchichas y malvaviscos, teníamos una buena reserva de cervezas enlatadas.

—Venga, estamos entre amigos —alentó José al tiempo que nos pasaba una lata de cerveza.

—De acuerdo —accedió Ramón. Destapó la cerveza y le dio un buen trago. A continuación, se tragó una salchicha asada, y entonces sí, se puso a contar—: Esta historia me la contó mi abuelo —empezó—, según él es un hecho real que le ocurrió a un conocido hace casi cincuenta años. Pues bien, él me dijo que en cierta ocasión un tipo se mudó a la casa de al lado. El hombre era campesino por necesidad y borracho por devoción. —Más allá de lo que los demás sospechábamos, Ramón era un buen narrador. Y pronto nos encontramos repantigándonos de diferentes maneras para escucharlo mejor—. Lepo le decían en la aldea, era amigo de todos y de ninguno. Era de esos tipos que, si le hablan contesta y si no, pues no. Mi abuelo lo conocía muy poco, se saludaban cuando se encontraban y de vez en cuando se pedían uno que otro pequeño favor, pero sin llegar a intimar demasiado.

»Hasta que en cierta ocasión se encontraron en una cantina. Mi abuelo dice que no recuerda cómo, pero la cosa es que terminaron bebiendo juntos y hablando como si fueran grandes amigos. Cuenta que hacia las dos de la mañana el cantinero los echó porque ya era muy noche y tenía que ir a dormirse.

»—Amigo —le dijo Lepo a mi abuelo cuando se quedaron solos a las puertas de la cantina—, creo que es hora de regresar a casa.

»—Igual pienso yo —repuso mi abuelo.

»De modo que los nuevos amigos, abrazados, se pusieron a caminar de regreso a casa. Pero no habían avanzado ni una manzana cuando Lepo se detuvo, tomó de los hombros a mi abuelo y le hizo una confesión.

»—Sépase don Jeremías —así se llamaba mi abuelo— que yo le vendí mi alma al diablo. No se la vendí por oro ni por mujeres, sino para que me cuide en noches como esta, en las que de tan borracho a veces ya ni sé dónde estoy. Así que no se me vaya a asustar, don Jere, si ve que algo que no es de este mundo me cuida o me lleva mientras regresamos a casa.

»Mi abuelo dice que no se echó a reír simplemente porque estaba muy borracho y porque Lepo había dicho todo eso en tono muy serio. Dicho eso, Lepo se echó a caminar y mi abuelo no tuvo otra opción que pegar una carrerita y ponérsele a la par. No dijeron mayor cosa mientras regresaban, me contó mi abuelo.

»Pero cuando iban a mitad de camino, mi abuelo se percató de que un perrito los seguía. Me dijo que no le prestó atención hasta que de un momento a otro pegó un estirón de varios centímetros.




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