Cuentos de terror

Una marcha nocturna

Al principio del viaje éramos siete. Todos trabajábamos para el Ministerio de Educación e íbamos a un pequeño poblado llamado El Amate para hacernos cargo de la nueva escuela de la localidad. El Amate era una aldeíta ubicada lejos de toda civilización y formada por poco más de un centenar de familias. Tras desviarse en un pueblo, cuyo nombre no recuerdo bien, había hasta El Amate medio centenar de kilómetros, todos solitarios y sombríos.

El Ministerio nos proporcionó una camioneta para que, los siete, pudiéramos trasladarnos a nuestro nuevo lugar de trabajo. Fue así como, la mañana antes del día que nos debíamos presentar en la nueva escuela, partimos en el vehículo que nos habían proporcionado. Tras echarlo a suertes fui yo el que salí designado como conductor.

De mis seis acompañantes sólo conocía a dos: a Cristian y a Anita. Los tres habíamos trabajado como profesores en una escuela de poco nombre en la ciudad, y tras haber sido consultados, fuimos designados para participar de aquella nueva tarea. Los otros cuatro eran unos completos extraños para mí; aunque Cristian decía conocer al tipo que se llamaba Alfredo. Los otros tres eran David, Walter y, la nada fea, Emilia.

Sucedió que poco antes de llegar al pueblo en el que debíamos desviarnos para llegar a El Amate, la camioneta ponchó una llanta. De modo que nos vimos forzados a llevar el vehículo a alguien que reparara el neumático. Afortunadamente la llanta aún retuvo el suficiente aire para llegar al taller. Puesto que ya era mediodía dejamos la camioneta en el taller, y tras pedir información a uno de los mecánicos, fuimos en busca de un lugar en el que almorzar.

Almorzamos en grupo, bastante silenciosos. Una hora más tarde regresamos por la camioneta, pero nos encontramos con que aún no habían reparado el neumático. Pues no habiendo más que hacer, a uno de mis compañeros, no recuerdo bien quién, se le ocurrió la grandiosa idea de ir a tomarnos una cerveza en una refrescaría que había a un par de manzanas del taller. Puesto que él se ofreció pagar la primera tanda, los demás nos encogimos de hombros y lo seguimos, incluidas las mujeres.

El punto de todo esto es que, puesto que yo tenía aún algo de dinero de mi última paga, me ofrecí a pagar las siguientes siete. Anita, quién lo iba a decir, siempre dulce y gentil, sacó un billete de esos grandes y pagó una tercera tanda. Y al final nos desenfrenamos un poco. Oímos música, nos conocimos, bailamos y… perdimos la noción del tiempo. Cuando alguien dijo que ya paráramos la mano o no llegaríamos a nuestro destino, todos nos miramos extrañados y un tanto ruborizados. Pero le dimos la razón y fuimos a por la camioneta. Para ese entonces ya el sol era un medio disco de cobre en el horizonte y estábamos bastante pasaditos de copa.

¡La gran idea fue mía! Compelido por mi cautela inherente, propuse al resto que fuéramos a un lugar a cenar y a esperar que la borrachera nos pasara un poco, porque, así como estábamos en aquellos momentos, un accidente de tráfico era lo que nos podíamos encontrar. Los demás estuvieron de acuerdo y fuimos a cenar. Después de todo, los cincuenta kilómetros que había hasta nuestro destino los podíamos recorrer en una o dos horas.

Fuimos a un pequeño restaurante, en el que tras cenar nos quedamos a ver un partido de fútbol que terminó hasta las diez de la noche. Para ese entonces yo ya me sentía más sobrio y así se los dije a mis compañeros. De modo que regresamos a la camioneta y nos pusimos en marcha.

La luna creciente asomaba entre negros nubarrones cuando abandonamos el pueblo, sumiéndonos a veces en una completa negrura y otras en una parca luz fantasmagórica. Un millar de estrellas adornaban la bóveda celeste, aunque en este caso era más bien negra, y enormes y antiguos árboles montaban guardia en el camino como gigantes medio dormidos.

Al principio todo transcurrió sin novedad. Yo conducía a cincuenta por hora, en parte debido a la estrechez del camino y en parte porque no lo conocía y no sabía que sorpresas me esperaban cien metros más adelante. En el asiento del copiloto iba Cristian, que charlaba conmigo sobre lo bien que había estado el partido. Y el resto daba cabezadas en los sillones traseros.

El primer sobresalto lo sufrimos tras recorrer los primeros quince kilómetros. De no haber vivido lo que después viví, lo consideraría un hecho aislado, una alucinación por el alcohol, un suceso raro allá donde ocurran, pero ahora sé que sólo era una pieza de un todo, una tesela del mosaico de horror que estábamos a punto de vivir.

Cristian me decía en aquellos momentos, con un gesto de la cabeza, que mirara atrás. Lo hice: un haz de luz lunar se colaba por la ventanilla y daba de lleno en los muslos y cadera de Emilia. Aguzando bien la vista era posible mirar entre sus piernas el bulto de su sexo. Le sonreí a Cristian y le indiqué con los labios que estaba bien buena. Cristian me devolvió una sonrisa maliciosa y se lamió los labios con la lengua. Volví la vista al frente y un grito de horror y sorpresa escapó de mi garganta. ¡Había una niña en el camino!




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