Mi hermano Andrés se fue de casa cuando yo contaba con sólo siete años de edad, hace ya quince años. Desde entonces no lo he vuelto a ver. Sí hablé con él un par de ocasiones por teléfono, donde me enteré que se había casado, tenía dos hijos y hablaba de que el día menos pensado nos visitaría, pero nunca lo hizo. Comprenderán entonces que mis recuerdos sobre él sean más bien vagos.
Tras quince años de ausencia, la última noticia que recibimos sobre él fue que había muerto a manos de asaltantes de camino. Nos conmocionó tanto la noticia que inmediatamente empezamos a hacer preparativos para ir a su velatorio, al otro lado del país. A mí personalmente me empujaba un morboso deseo de ver su rostro otra vez, así que fui de los más entusiastas por realizar aquel viaje.
Quedando aún asuntos por resolver en la casa me ofrecí voluntario para solventarlos, pidiendo encarecidamente a mi madre y demás parientes que tomaran el primer vuelo disponible y que yo los alcanzaría lo antes posible. Mi más ferviente deseo era ver su rostro, de modo que no me preocupó en demasía retrasarme unas cuantas horas.
Resultó que las diligencias pendientes me tomaron poco más de medio día, y tuve que apresurarme para partir a tiempo. Mandé a la servidumbre que preparasen mi equipaje y al mayordomo le pedí que me reservara pasaje en el vuelo próximo.
Aun haciendo todo de forma apresurada, cuando llegué a mi destino eran ya las siete de la noche. Aunque aquel no era mi destino final. Un empleado de una empresa de renta de autos me esperaba con el coche que había de llevarme al pueblo en el que mi hermano había vivido los últimos años, a unas dos horas de la ciudad.
—Aquí está su coche, joven —me dijo en cuanto nos encontramos.
Le agradecí sinceramente y deslicé unos cuantos billetes en su mano cuando me entregó las llaves.
—En el baúl va la caja de herramientas y un neumático…
—Muchas gracias —le corté, tratando de no ser maleducado. Quería llegar cuanto antes junto a mi hermano—. Y perdone, pero tengo algo de prisa.
Lo despedí con un estrechón de manos y puse en marcha el motor. Encendió a la primera. Sonreí aliviado. Me habían dado un buen coche. Lo saqué de donde estaba aparcado y me dirigí a la carretera.
—Tenga cuidado joven, esos caminos son muy… —pero ya aceleraba y me fue imposible oír lo que fuera que quería decirme.
Al enfilar en las iluminabas calles de la ciudad, y pese a encontrarme rodeado de un millar de coches y otros tantos conductores, me sentí muy solo y melancólico. Una especie de congoja se posó en mi alma y de pronto no tenía deseos de estar allí. Pero alejé aquellos sentimientos pensando que se debían al hecho de estar en una ciudad desconocida, rodeado de extraños y conduciendo un auto ajeno a ver el cadáver de mi hermano largo tiempo ausente.
Durante media hora deambulé por la ciudad, confundiéndome a veces de dirección, hasta que alcancé la carretera que debía llevarme a mi destino final. Era una calle asfaltada de dos vías por lado, bastante menos concurrida a medida que me alejaba de la ciudad. Pero aquél tampoco era él último camino. A media hora de la ciudad me desvié a la derecha para tomar una carretera más angosta que, ésta sí, me llevaría hasta mi hermano.
Un millar de estrellas adornaba el cielo y servían como dosel de una hermosa luna llena cuando tomé éste último desvío. La carretera estaba pavimentada, pero tal era su estado que pensé que hacía mucho que no la reparaban. Había baches por doquier, y en algunas partes faltaban decenas de metros de pavimento. Lo que sólo consiguió que fuera más lento de lo que había imaginado y que mi desesperación aumentara.
Si mi estado de ánimo no era el más óptimo, imaginad lo que sentí cuando en uno de los tantos baches de la carretera una de las llantas traseras del auto se ponchó. Un grito de desesperación se escapó de mi garganta y lo primero que hice al bajar del auto fue emprenderla a patadas contra el neumático pinchado. Después de que el disgusto inicial se hubo difuminado me fui al baúl trasero en busca de algo que me salvara. Allí estaban la caja de herramientas y un neumático de repuesto.
—¡Qué prevenidos son estos tipos! —dije en voz alta, más para espantar el silencio de la noche que por la alegría de encontrar la solución a mi problema.
Bajé la llanta al suelo y después me puse a buscar las herramientas en la caja. Un minuto después empecé a maldecir mi suerte y a dar patadas al coche. ¡Estaba todo menos el gato mecánico! ¿Con qué demonios iba a levantar el coche si no era con el gato? Me obligué a tranquilizarme y me puse a buscar en el resto del auto, aunque mis esperanzas de encontrarlo eran más bien escasas. Cinco minutos después me tiraba de los pelos, frustrado y lleno de rabia.