Cuentos de terror

El pozo del terror

Algunos tienen sueños acerca de monstruos demoníacos; otros sueñan con los universos y seres de allende nuestro sistema solar; otros son perseguidos por fantasiosos mundos de ensueño o locura; o monstruos que aún no se han visto ni en el cine, pero, ¿habíais oído de alguien a quien atormente “un pozo”? ¿No? Pues bien, yo soy perseguido por un pozo.

Pero no es un pozo cualquiera, eso lo puedo asegurar con cada célula de mí ser. Es un pozo de terror, hogar de algún monstruo indescriptible, o quizá portal del inframundo a nuestro querido manto superior. No tengo más que conjeturas sobre su esencia y lo que es, pero de algo sí estoy seguro, y es que está en este mundo para atormentar a las almas solitarias como la mía y para llevarnos a alguna especie de averno.

¡Ay, pobre de mí! Quién podrá salvarme de su persecución tenaz y del tormento a que ha sometido a mi cada vez más débil alma. Ahora estoy aquí, en el desván de la casa, el lugar más alto que pude hallar para esconderme. Consideré por un momento subir al tejado o al enorme roble que hay detrás de la casa, pero agradezco no haberlo hecho, pues temo que hace ratos habría caído a causa de los temblores que azotan mi cuerpo. Tengo miedo, mucho miedo; dudo que exista en el mundo alguien que haya sentido siquiera la mitad del miedo que siente mi desdichada alma en estos momentos en que veo tan cerca mi fin.

Cubro mis rodillas con mis temblorosos brazos y rezo pidiendo misericordia al Creador. Pero, o no me oye o no me hace caso, pues, a través de la única ventana que hay en mi escondite, veo un oscuro agujero en los límites del bosque. El pozo en cuestión tiene medio metro de antepecho, hecho de ladrillos rojos, sucios y llenos de musgo. Cuatro postes de madera se alzan a los lados y sostienen la estructura de un techo de tejas igualmente rojas. El pozo en sí, no aparenta más que algo viejo y olvidado, pero yo que conozco los horrores que guarda sé que es un lugar de horror y pesadilla.

Poco a poco se está acercando a la casa, avanza ora un centímetro, ora medio metro. Sé que viene por mí. No le debe haber gustado que me tuvo entre sus fauces y me haya escapado. Quizá se arrepienta por haber jugado conmigo, porque estoy seguro que era eso lo que hacía, de otra forma no estaría ahora yo aquí.

Maldigo el día que compré esta casa, y maldigo más la maldita idea de haberme adentrado al bosquecillo que la rodea. No sé qué se me metió en la cabeza, a mí, que siempre he sido amante de los animales, para que decidiera poner trampas para cazar conejos en el bosque. Quizá fue la misma fatalidad quien lo dispuso así. Fue en una de estas correrías que descubrí el viejo pozo. No sé qué hacía un pozo en medio del bosque, ni quién pudo haberlo construido. Apenas lo vi sentí un morboso deseo por acercarme, admirarlo y averiguar si en su interior había agua.

Recuerdo que me acerqué con cautela y me puse a acariciar su brocal y a asomar la cabeza para ver en su interior. Allá abajo estaba oscuro, más aún por el bosque y el techo de tejas que lo privaban casi de toda luz. Quizá si en ese momento hubiera desandado mis pasos nada hubiera pasado, pero no lo hice, sino todo lo contrario, busqué algunas chinas que se miraban en el suelo y empecé a arrojarlas al interior para verificar si allá abajo había agua.

La primera piedra no tardó en golpear la superficie del agua, produciendo un leve chapoteo que ascendió limpiamente hasta mí. Lancé una segunda piedra y quedé consternado cuando ésta no chapoteó, sino que produjo un sonido bofo, como si hubiera golpeado algo blando y esponjoso. Intrigado por aquel sonido tiré una tercera piedra; ésta no produjo sonido alguno. Aún no me recuperaba de la sorpresa cuando del pozo brotó una ráfaga de viento, hedionda, como si el pozo mismo me hubiera lanzado su aliento putrefacto. No recuerdo cómo sucedió, sólo recuerdo que caía y caía, hasta que me hundí en un agua viscosa y maloliente.

Tardé cinco segundos en comprender lo que ocurría: ¡había caído al interior del pozo! El terror vino a mí y empecé a gritar como un poseso a la vez que chapoteaba y arañaba la lisa pared de lodo. No recuerdo bien cuánto grité ni cuantos arañazos lancé a la pared, sólo recuerdo que me calmé cuando se me cansó la garganta junto con los brazos. El cansancio trajo a mí algo de calma y en lugar de garganta y brazos empecé a usar mi cerebro para encontrar una solución.

Sin duda alguna había caído muy bajo. Arriba apenas atisbaba algo de claridad, lo que hacía que me preguntara por qué no había sentido dolor al chocar contra aquella agua infecta y viscosa. Abajo todo era oscuridad; pasé varias veces mi mano frente a mi rostro y apenas si tuve un atisbo de ella.

«Bien, caíste en un pozo, querido Peter —me dije—. No es el fin del mundo». Traté de convencerme de ello, en especial porque recordé que Ricky, un amigo de correrías, vagabundeaba también por el bosque, supervisando las trampas que con tanto esmero colocábamos. Sí, más temprano que tarde se daría cuenta de mi ausencia y me buscaría. De modo que gritar quizá no era tan mala idea; en su búsqueda quizá pasara cerca del pozo y me oyera. Y así lo hice, grité fuerte, pero a intervalos regulares para no cansarme.




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