Cuentos de terror

El caso de la familia Rice (II)

»Pero no llegué a aplicar presión. Como venida de otro mundo, algo me recordó que matar no era una orden, sino que tenía que ver con algo que había hecho Jasón.

»—¡Jonathan! ¿Estás bien? —Es lo último que recuerdo de esa noche.

—¿Pero ocurrió más? —le pregunté, invitándole a proseguir ya que había hecho una pausa demasiado larga.

—Me temo que sí —me dijo. Su voz estaba cargada de dolor—. Desperté al día siguiente tumbado en la sala, atado de pies y manos, con moretones por todo el cuerpo. Y no sólo eso, mis hijos y esposa también estaban marcados. Mi mujer y Evan tenían moretones en los brazos y uno que otro rasguño. Pero quien peor estaba era mi pequeño Jasón. Según me contó mi esposa poco más tarde, había estado a punto de matarlo.

»Me contó que después de encontrarme inmóvil en la sala la noche anterior, yo la había interrogado acerca de Jasón. La voz, o lo que fuera que me había hablado tenía razón, Jasón había vuelto a matar. Mi esposa dijo que apenas escuché la palabra “matar” corrí escaleras arriba y arrancando de la cama a mi hijo lo empecé a castigar de tal modo que si no intervienen lo mato. Puesto que no me tranquilizaba me ataron y me dejaron en la sala.

»¡Pero ay Thomas! Mi hijo no había hecho algo perverso como lo de Billy, sino que había matado a una comadreja que cayó en la trampa puesta en el gallinero.

En esos momentos mi buen Jonathan se echó a llorar. Y tenía por qué. Contar tan horribles sucesos le había revuelto tan grande cúmulo de emociones que sería imposible tratar de escribirlas. Además, a partir de ese día, Jasón no había vuelto a dirigirle la palabra.

—Lo peor de todo —continuó, cuando los sollozos se hubieron reducido a pequeños hipidos— fue que mi mujer preguntó qué era lo que le estaba ocurriendo a la familia. Ella no sabía qué ocurría, sin embargo, sí sabía quién lo provocaba. No dudó en decírmelo.

»—Tienes que deshacerte de esa horrible estatua —me dijo—. No vez que desde que entró a la casa hemos estado como locos. Hay algo malo en ella. Brenda también lo ha notado. Y tú dices que te habló anoche…

»—¡Calla mujer! —le grité, a la vez que le cruzaba el rostro de una bofetada—. ¡Deja de decir estupideces! Estaba borracho, eso fue todo. Descuida, no volveré a tomar y asunto arreglado.

»Salí de casa hecho una furia. Recuerdo con dolor la mirada de tristeza que mi pequeña Brenda me dirigió tras la rendija de una puerta. Esa tarde ataqué con furia la tierra del campo. Estoy seguro que nunca había visto a alguien tan furioso.

»Jasón pasó tres días en cama. Los fuertes golpes que le había dado en los muslos le dolían sobremanera y le imposibilitaban caminar. Los tres días lo visité unos momentos. Intenté hablar con él, pero me volvía la vista. Le pedí disculpas, pero hacía oídos sordos. Tres veces lo visité, tres veces salí molesto por su absurda actitud.

»Durante esos tres días Enna no dejó de incordiarme con el asunto de la estatua. No perdía ocasión en que nos encontráramos solos para sacar a colación el tema. Al principio no le presté atención, pero poco a poco, con argumentos que me era imposible refutar, fue metiendo en mí el gusano de la duda. Ella tenía razón en muchos puntos: La irascibilidad que había en casa, en especial la que gozaba yo; el extraño comportamiento de nuestros dos varones, el mayor no se la pasaba en casa y cuando llegaba era sólo para hacer malas caras y para plantarse durante algunos minutos frente a la estatua. Jasón había empezado venerando a la estatua, pero en los últimos días se debatía entre la devoción y la aversión. Y lo peor de todo es que aseguraba que hablaba con él. Brenda por su parte se había vuelto casi una niña montés, evitaba en la medida de lo posible el contacto con los miembros de la familia y eludía con horror la sala y en especial a la fea estatuilla. Y todo esto desde que la estatua llegó a casa. El giro de las cosas era demasiado grande como para hacer oídos sordos. Yo dudaba. Mi mujer estaba convencida. Seguro fue por eso que él decidió deshacerse de ella.

—¿Cómo? —recuerdo haber preguntado, intrigado—. ¿Él se deshizo de ella?

—No directamente, pero sí a través de algunos de sus esbirros.

—¿Cómo? ¿Quiénes? —A pesar del dolor que mi amigo debía sufrir, yo estaba francamente interesado.




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