Cuentos de terror

Los terrores de un bosquecillo

El embotamiento que le produjo la cerveza lo hizo perder pie. El poste del último faro de luz lo detuvo en su trayectoria hacia el suelo. Se enderezó torpemente, recostó la espalda contra el madero y se permitió unos cuantos suspiros. Estaba borracho. Quizá no debía haberse excedido con la cerveza, aunque haciendo honor a la verdad, no supo que se excedió hasta que fue demasiado tarde. Además, el film estuvo muy bueno, al igual que las lonchas de cordero asado.

—Te pisaste querido Jerry —se dijo. En la soledad de la noche, su voz sonó irreal y pastosa—. ¿Cómo haré para llegar a casa? Muy sencillo amigo, poniendo un pie delante del otro.

Volvió la vista hacia el pueblo. Las casas de una planta y techo de láminas y paja estaban todas oscuras, a excepción de la del buen amigo John, de la cual aún salía luz por las ventanas. También se oía el murmullo de las conversaciones, una que otra carcajada y hasta un grito esporádico, cuyo origen no era otro que una garganta alcoholizada. Era cerca de media noche, pero la fiesta no había ni mucho menos terminado. Sin duda se prolongaría hasta las dos o tres de la madrugada. Sintió una punzada de envidia. Pero no podía quedarse. Mañana tenía que levantarse temprano para atender al ganado, las gallinas y los cerdos.

Apartó la vista de la casa de John y la posó en el camino que serpenteante y oscuro se perdía en los bosquecillos que tenían su empiezo en las espaldas de las últimas casas. Su hogar estaba mucho más allá, lejos de la algarabía del pueblo, así como lejos de la televisión y la luz eléctrica. En noches como aquella lamentaba no tener ninguna de esas comodidades en su humilde choza, aunque siendo un hombre solitario como era, suponía que no aliviarían demasiado la monotonía de su vida.

El ulular de un búho acompañó una estridente carcajada venida de la casa de John. Jerry reprimió un escalofrío. Fue una combinación escalofriante.

Y ahora tenía que llegar a casa. Negro, su fiel caballo, había sufrido una torcedura de tobillo esa tarde y no lo pudo traer al pueblo. Era la primera vez que venía al pueblo sin él. Y no fue hasta ahora, que veía la oscuridad condensarse más allá del farol sobre su cabeza, que comprendió cuánto lo necesitaba.

—Ya lo sabes Jerry —habló en voz alta—, un pie delante del otro.

Se soltó del poste del farol y siguió su propio consejo. Un pie delante del otro. Trastrabilló un poco antes de detenerse de pie, todo lo firme que el alcohol se lo permitía. Un pie delante del otro. Así, hasta que salió de la rueda de luz del último farol. Allí la oscuridad era casi negra. Levantó la vista al cielo, arriba solo había nubes, dos únicas estrellas y ni rastros de la luna. Jerry sintió una opresión en el pecho, nunca había sido amigo de la oscuridad. Rebuscó en los bolsillos y en el interior de su camisa, no encontró la linterna. Maldiciendo su mala suerte siguió adelante.

—Después de todo, ¿Qué puede pasar?

Su voz se perdió en la noche y un búho le respondió. El ululato tenía una cualidad mística, tal que Jerry pensó que el búho le estaba hablando.

—Dios, ¿qué he hecho? —Se cubrió con los brazos para aplacar un poco los temblores y el intenso frío que de pronto sentía, y sin apartar la vista del camino siguió avanzando.

Su pregunta se refería a por qué había ido al pueblo esa noche, sin Negro, sin su linterna, y por qué se había emborrachado, sabiendo lo susceptible que el alcohol lo volvía. Y lo peor de todo, ¿Por qué había visto la película de terror? Esa en la que un meteoro cae en el bosque y metamorfosea de la forma más horrenda a todos los animales. Si hasta podía jurar que el búho que ululara hace un momento ahora lo miraba con ojos de fuego e intenciones macabras.

—No pienses tonterías mi buen Jerry. —Clavó la vista en el suelo—. Sigue tú camino y nada pasará.

Al dejar más atrás la luz del farol, la oscuridad cedió un poco y fue posible distinguir perfectamente el camino y la silueta de los arbolillos que lo flanqueaban. El aire frío de la noche los hacía balancear suavemente y al rozar sus ramas producían susurros, como si hablaran acerca del solitario individuo que pasaba frente a ellos.

¡Un momento! ¡En verdad hablaban!

—Mirad a ese pobre hombre —dijo uno.

—Ya lo veo —respondió otro—. Sólo, borracho, sin mujer, sin hijos y pronto a pasar de los cuarenta años.

Los susurros se convirtieron en risas, las risas en carcajadas. De pronto todo el bosque se reía de él.




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