Cuentos de terror

Lo que se hace por amor

Martin se pasó las manos untadas de loción por el seboso cuello, terminó de arreglarse el negro cabello (escaso en la coronilla y en buena parte de los flancos) y se aplicó varias rociadas de colonia. A pesar de todo, su aspecto era desagradable, y él lo sabía. Su rostro era redondo, con la reciente afeitada se le veían manchas rosadas allí donde había estado la barba. La papada le colgaba feamente, tenía ojos de porcino, hundidos en la grasa, la nariz ancha y chata y una boca grande. Pesaba ciento cincuenta kilos y apenas medía poco más de cinco pies, con lo que las tetas y la panza le colgaban de manera grotesca. Trataba de ocultarlo todo arreglándose lo mejor que podía y usando ropa holgada.

A pesar de todo, cuando salió del cuarto de baño sonreía como idiota. Era catorce de febrero, el día del amor, y estaba dispuesto a pasárselo bien con una chica que le robó el corazón desde la primera vez que la vio. ¡Ah, cuando estás enamorado flotas como un pajarillo!

Su nombre era Jackelin y para Martin era una beldad entre las beldades. La chica tenía veinte años, veinticinco menos que el propio Martin, pero eso no había sido ningún impedimento. Más alta que él, de cuerpo de líneas pronunciadas y una espesa mata de cabello castaño, Martin no había tardado en quedar prendado de ella. No así la chica, pero eso era algo que muy pronto dejó de tener importancia.

Salió a la recién iniciada noche y se fue a acomodar al raído sillón de su viejo coche de tiempos pretéritos. El auto rechinó en una débil protesta hacia su ocupante. El perro del vecino empezó a ladrar, como siempre desde hacía muchos años. Era increíble que ni a los perros lograse caer bien. Pero eso lo traía sin cuidado.

Batalló durante un minuto para lograr que el motor respondiera, y uno más para ponerlo en marcha, pero cuando lo hizo, se deslizó con seguridad en las silenciosas calles del barrio de poca monta en el que vivía.

Vio por primera vez a Jackelin seis meses atrás, en la plaza de un supermercado. Como casi siempre, él se encontraba tragando una enorme empanada en una de las bancas, solo, por si fuera poco. La muchacha se sentó al otro lado de la pasarela, ataviada con Jeans que se ajustaban a sus curvas y una blusa escotada que mostraba el empiezo de sus firmes senos. Desde luego, una mujer como aquella no podía andar sola. Junto a la chica se sentó un joven muy apuesto, alto, de brazos fuertes y ojos azules. Alguien que practicaba algún deporte o iba al gimnasio, sin duda alguna, esos por los que las chicas de hoy babean. El joven pasó un brazo por los hombros de la chica, la besó en la boca y se pusieron a charlar muy contentos.

Martin se sintió fatal al observar aquella escena, pero no se amedrentó demasiado. Decidió en su fuero interior conseguir aquella hermosa mujer, hasta el punto de hacer lo que fuera, jugarse la vida si fuera preciso. Comenzó a partir de ese día con un trabajo de espionaje.

El maullido de un gato lo devolvió a la realidad, y el bamboleo del coche al pasar una rueda sobre él.

«¡Carajo!», pensó.

Por el retrovisor vio al felino mover las patitas en un último estertor. Aminoró la marcha de cuarenta a veinte kilómetros por hora, asustado. Se decía que matar a un gato traía mala suerte. ¡Rayos! Si en lugar de ir rememorando días pasados llevara la atención puesta en la carretera habría podido esquivar al animal. ¿Significaba eso que algo podría salir mal esa noche? No, eso no podía ser. Se suponía que esa sería su gran noche, tenía que ser su gran noche.

Luchó por sacar de su mente la horrenda imagen del gato moviendo sus piernecitas y trató de pensar en los placeres más cercanos. Lo consiguió sólo un poco.

Pensó en Jackelin, la hermosa Jackelin. La imaginó tal cual debería estar en el lugar que él había elegido: semidesnuda, vestida únicamente con lencería sexy de color rojo, un color que también él había escogido. La muchacha había dicho que lo complacería en todo, y Martin estaba sacando provecho de ello. El sólo imaginarla lo excitó y sintió una gran presión en los calzones. Sonrió con satisfacción. Sería gordo y feo, pero al menos en la parte que distingue a los hombres de las mujeres competía con el que más.

Era increíble que estuviera a punto de hacer uno de sus sueños realidad. Quién lo hubiera imaginado seis meses atrás. Jackelin no, por supuesto, pero él sí, algo había supuesto.

Recordó que había hecho gala de sus dotes detectivescas, de tal modo que a la semana siguiente ya sabía más de la muchacha que la madre misma. Bueno, la madre no sabía los nombres de todos los hombres con los que Jackelin había estado, Martin sí llegó a saberlo. También supo el nombre de los padres, hermanos, domicilio, hobbies y sueños. Sabía a qué horas se iba a la universidad, que días se salía antes de tiempo para irse con su novio (el guapetón ese del supermercado que se llamaba Marvin, casi igual que él), incluso llegó a saber qué amigas le agradaban realmente y quiénes eran a las que sólo les fingía.




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