Cuentos de terror

Detrás de la cortina

Por el ventanal abierto a oriente entró una fría ráfaga de aire; la cortina de seda roja, bordeada con encaje color oro, se agitaba levemente en la puerta de enfrente. Porque sabía que atrás de la pesada cortina había una puerta, aún no me había atrevido a acercarme, pero, ¿qué más podía haber si no? Todo alrededor de aquella cortina de superficie lustrosa despertaba poderosamente mi curiosidad. Era pesada (era la única explicación de que las ráfagas que entraban por la ventana no la hicieran ondular como un gallardete), varias capas de seda deberían formarla, y quién sabía lo que guardaba al otro lado.

Mi tío Jonas me había hablado de ella muy poco, casi nada. La única vez que la mencionó fue esa tarde, poco antes de subir al coche que lo llevaría a un cóctel en la ciudad.

—Te quedas solo porque así lo quieres —me dijo. Y era cierto. Mi tía había salido esa mañana, a visitar a sus padres y no volvería hasta dentro de dos días. Mis primos, dos adultos jóvenes, fueron a la universidad, y se quedarían en la ciudad para divertirse. Para terminar de amolarla, mi tío no tenía ningún sirviente que pudiera servirme de compañía—. Pudiste salir con tus primos, incluso pudiste venir conmigo, pero bueno, prefieres quedarte. Queda la casa a tú completa disposición. Solo hay un sitio que encarecidamente te pido omitas, se trata de mi estudio, y en especial, lo que hay detrás de la cortina de seda roja, ya que si haces lo contrario perecerías indudablemente.

Me eché a reír, pero mi risa salió ronca, después de un segundo se disipó; nada en el rostro de mi tío señalaba que estuviera bromeando.

—Me mantendré lejos de tu estudio —le prometí.

Su rostro se suavizó, me sonrió, me estrechó un hombro, se subió a su coche y se marchó.

Sin embargo, no hay nada que mueva más la curiosidad de una persona que el hecho de que le digan que no puede o no debe hacer tal cosa. Y lamentablemente yo no soy la excepción.

Mientras la tarde transcurría en lentos y pesados minutos, me dediqué a ver televisión, a oír música y a devorar cuánto encontraba en el refrigerador. Pero pronto todo esto empezó a aburrirme. De modo que decidí hacer un pequeño tour por la casa.

Llegué a la casona de mis tíos hace tres días, y ya la había visto casi toda, pero había sitios en los que aún no había penetrado y decidí que mejor oportunidad para hacerlo no tendría. De manera que empecé mi tour en la planta de arriba, incluso entré a la habitación y a los armarios de los señores de la casa. También entré a una pequeña biblioteca que contenía en sus estantes libros de títulos bastante raros, y a una habitación en la que había varias máquinas para ejercitar el cuerpo. Abajo ya no había mucho que ver, aun así, recorrí cada recoveco de la primera planta.

En el ático y en el sótano encontré polvo y cosas viejas. Es increíble que lugares tan dispares sirvan para casi las mismas funciones. Había cajas de juguetes viejos, arcones con objetos de diferente naturaleza y muchos álbumes de viejos retratos que la familia no se había preocupado en guardar en mejor lugar. Sin embargo, había un claro contraste en los dos lugares que me puso en guardia. Mientras que arriba olía a polvo y cosas viejas, abajo olía a humedad y a moho y a algo que me era difícil de definir. Pero no era un olor que se pueda encontrar en todos los sótanos. Era más bien una mezcla a perro mojado y muda de serpiente. No se sorprendan entonces si les digo que salí de allí pitando, antes de que el nauseabundo olor me hiciera echar las tripas.

Tras regresar a la sala del primer piso, decidí que la casa, aunque antigua, no tenía nada digno de ver. Bastante desilusionado me disponía a ver tv cuando recordé el estudio. Allí no había entrado aún. ¿Por qué mi tío me había dicho que omitiera ese sitio? ¿Había algo que no quería que yo viera o era simple privacidad? Tras un debate interior, la promesa de no entrar contra mi curiosidad innata, tomé el manojo de llaves y me dirigí allí.

Cinco minutos más tarde estaba sentado en el piso, la espalda recostada en la puerta del estudio: ninguna de las llaves abría esa puerta. Más esto no hizo más que aumentar mi curiosidad. Como último recurso, antes de hacer lo que sabía que tenía que hacer, salí fuera de la casa e intenté entrar por la ventana, pero ésta también estaba cerrada. No tuve más opción que hacer algo para lo que era muy bueno. Conseguí unos pequeños alambres y manipulé la cerradura de la puerta hasta que la abrí.

El estudio resultó ser una habitación de escasas dimensiones, sólo tenía un escritorio en el que había una máquina de escribir, algunos fajos de papeles y un par de libros. El resto de mobiliario lo componían una estantería con libros y más papeles y dos únicas sillas. Tras el escritorio estaba la cortina de seda roja, inmóvil como una estatua. Sentí un horrible escalofrío recorrer mi cuerpo, en esos momentos aún no sabía por qué.




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