Cuentos de terror

Una noche en un hotel

La bruma era densa y cubría hasta donde alcanzaba la vista, y más allá, como una mortaja gris y húmeda. Pero lo peor era la nieve. Los copos eran grandes como canicas y golpeaban el coche como granizo. En algunos sitios la nieve había alcanzado medio metro de altura, y a pesar de las cadenas en las llantas, seguir avanzando era cada vez más difícil.

«Menos mal que no traje a mi esposa», pensó Ryan.

Casi la podía ver y oír en el asiento del copiloto.

—Te lo dije —su frase favorita—, no debimos salir hoy. Tendrías que haber esperado hasta mañana. Al diablo con tu jefe, que se pudra el maldito. Ni tanto que te paga para que expongas tu vida de esta manera. ¿Qué será de mí si algo te sucede? ¿Qué será de tus hijos?

«Maldita mujer». Nunca se callaba. Lo peor de todo es que ésta vez quizá llevara razón.

No eran ni las siete de la noche, pero la negrura era tal que pasaría por el corazón de la misma. Los faros del auto no llegaban más allá de diez metros, después todo era oscuridad.

Tenía entendido que unos diez kilómetros adelante había un pequeño pueblo. Sólo deseaba llegar allí, buscarse una buena cama y echarse a dormir. Al diablo con el jefe y su maldita reunión. Le diría que no pudo llegar a causa del clima y ya. ¿No lo despediría por eso o sí? Bueno, si lo hacía, por fin podría decirle unas cuantas cosas que desde hacía tiempo venía pensando y que ahora se agolpaban en su cabeza con rabia. Pero bueno, antes de buscarse una cama tendría que llegar al pueblo, ojalá el estúpido clima se lo permitiera.

Rabioso y frustrado siguió conduciendo. Menos mal que la rabia no lo hacía perder los nervios, de otro modo no habría podido corregir el rumbo en las ocasiones en que el auto se deslizaba hacia los lados y hacía mucho que se habría estampado contra un árbol.

En la carretera parecía no haber otra alma aparte de la suya. De alguna forma eso lo hacía sentir fuera de lugar, y la rabia fue cediendo su lugar al miedo. Miedo a un posible accidente, miedo a la espesa bruma y la recia nieve, pero sobre todo miedo a algo más supersticioso, como si algo o alguien que no le deseara nada bueno lo vigilara. Se dio cuenta que temblaba y tenía la piel de gallina, y no era precisamente por el frío congelante que hacía. Deseó con todas sus fuerzas llegar cuanto antes al pueblo.

De pronto aparecieron varias luces adelante, a un costado del camino, y su corazón se reconfortó. Durante un instante creyó que había llegado al pueblo, pero al revisar el tablero del coche constató que no había recorrido más de cinco kilómetros.

—¿Si no es el pueblo entonces qué…?

Una sonrisa de oreja a oreja cruzó su rostro, un letrero fosforescente a la orilla del camino anunciaba que había llegado a un hotel: El Rincón del Sueño.

—¡Carajos! —exclamó—. Creí que mi mala suerte hoy no tenía arreglo. —Sin pensárselo dos veces enfiló al estacionamiento cubierto de nieve del edificio.

«A menos que el hotel sea parte de mi mala suerte y haya aparecido sólo para que mi jefe me despida mañana. Eso sí sería irónico».

El edificio era de tres plantas, sobrio y elegante. En el estacionamiento no había muchos coches y los pocos que había eran bultos blancos en medio de la oscuridad. Ryan se bajó del auto y, al unísono, la puerta del hotel se abrió. Sufrió un sobresalto. Durante una fracción de segundo creyó que la puerta se había abierto sola, pero al ver salir por ésta a un anciano encorvado se reprendió mentalmente, aunque no estaba seguro si el aspecto del viejo lo tranquilizaba del todo.

El viejo abrió una sombrilla gris con sombras negras que asemejaban murciélagos y trotó hasta donde estaba Ryan. Era sorprendente que un viejo con tantas arrugas y tan encorvado se pudiera mover tan rápido. Era realmente feo y viejo. Tenía el cabello blanco y la piel grisácea y arrugada, los huesos se le marcaban en el pellejo y su rostro parecía el de una rata. Sin embargo, tenía una voz profunda y agradable.

—Buenas noches, señor —saludó, pero no esperó a que Ryan le respondiera—. Entrad por favor. —Lo tomó del brazo y lo haló hacia la puerta—. ¿No siente cómo la nieve rebota en su cabeza?

Ahora no la sentía, porque el viejo lo cubría con el paraguas. Tampoco hace un instante la había sentido, porque el viejo llamaba toda su atención. El viejo debió notar cierta resistencia porque dijo:

—Pero vamos, acompáñeme adentro. ¿O es qué quiere morir de frío acá afuera?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.