Cuentos de terror

La súplica de una señora

El barrio en el que vivía Yolanda era pobre y desolado. Vicente sintió una palpable disminución en sus expectativas. No parecía un lugar para una señora como Yolanda, o al menos no para la imagen que de ella se había llevado. Las zapatillas relucientes, el traje recatado y pulcro, el vocabulario correcto, nada de eso parecía encajar con ese lugar. Porque en verdad se trataba de un barrio de baja estofa. Las calles estaban sucias, los niños jugueteaban escuálidos, las casas parecían cuchitriles, y los habitantes se hablaban con palabras malsonantes y soeces, como sólo la gente de baja estofa acostumbra hacer.

Vicente se limitó a mantener cerrados los oscuros vidrios de su coche, a la vez que trataba de orientarse para dar con la dirección que le habían proporcionado. Era difícil orientarse en ese montón de callejas, en las que muchas veces no era posible distinguir los números de las calles. Y la única vez que se detuvo para preguntarle a un transeúnte, obtuvo como respuesta una mirada taladradora y un: “Debería abrir más los ojos”. Vicente los abrió largo rato, pero no vio nada, de modo que continuó vagando en las callejuelas, sin atreverse a preguntar otra vez.

Hasta que dio con la casa de Yolanda. Debía reconocer que era una casa más bonita que el resto, pero por muy poco, y desde luego, era más grande. Tenía dos plantas, y una fachada ornamentada, mientras que las casas vecinas eran de una planta sin ninguna decoración u ornamento en la parte de enfrente. Eso sí, las casas a ambos lados tenían unos jardincitos con unas pocas flores de vistosos colores, mientras que, frente a la casa de dos plantas, el suelo parecía un erial.

Vicente detuvo el coche frente a la casa de Yolanda y se pensó seriamente apretar el acelerador y alejarse de allí. Definitivamente la mujer no era lo que había pensado. Pero eso no la hacía menos mujer después de todo, ni hacía menos pronunciadas sus curvas, ni menos rojos sus labios. Decidió que llamaría a la puerta, y si no le atendían a la primera se iría a casa. Se bajó del coche, temeroso de pronto, y llamó con los nudillos. Tardó un poco en escuchar un ruido de respuesta, pero cuando estaba a punto de regresar al coche, escuchó los inconfundibles tacones de la señora.

«Ya viene —se dijo—. Bien. Ahora no hay marcha atrás. Tengo que proseguir. No importa donde viva. Tampoco es que la quiera para que sea mi esposa. Hay que recordar que estoy casado».

Mientras distraía la vista, mirando a los lados, vio un rostro que lo miraba desde una ventana vecina. Era el rostro de una joven, bonito, pero con el pelo como paja sucia y los ojos con un brillo febril y temeroso. Clavó esos ojos en Vicente y meneó la cabeza de lado a lado, como diciendo que no. Luego movió los labios, no emitió sonido, pero Vicente comprendió lo que había dicho: “No entre allí”.

Vicente iba a dirigirse a ella, para preguntarle qué quería decir, pero en ese instante se abrió la puerta, y la joven se escabulló veloz.

—¡Qué agradable sorpresa, señor Vicente! —dijo la encantadora voz de Yolanda, a la vez que le tendía una suave mano.

Vicente se olvidó por completo de la chica de la ventana y de la desazón que le había provocado y se embelesó con la señora Yolanda. Señora porque ya se había casado y enviudado, pero no tendría más de treinta años, y se conservaba como las que sin duda alguna receta el doctor. Cogió la mano que le ofrecía entre las suyas y le dio un beso.

—Volver a veros es un verdadero placer, mi señora —dijo.

Yolanda escondió una sonrisilla con su mano libre y lo invitó a pasar.

—Pero olvide lo de señora, señor Vicente, llámeme simplemente Yolanda —le dijo, mientras lo llevaba a la sala.

—Como tú digas, Yolanda, a condición de que me llames Vicente.

—Ya lo hago, Vicente. —Le guiñó un ojo y le sonrió. Vicente se ruborizó como no lo había hecho desde la adolescencia.

Yolanda lucía un hermoso vestido de terciopelo rojo, que se ajustaba a su cuerpo lo suficiente para dejar ver sus suaves y pronunciadas curvas. Era alta, esbelta, de brazos largos y dedos finos, labios rojos, ojos pequeños y cabellera castaña. Vicente aún se preguntaba qué hacía una mujer como aquella en un barrio como aquél.

—¿Quieres un café o algo más fuerte? —preguntó Yolanda cuando lo hubo acomodado en un sillón.

—Café está bien —dijo. Aunque no le habría venido mal un whisky, para darse valor principalmente.

Había conocido a Yolanda esa mañana, a la salida de un banco. Se agradaron mutuamente y charlaron un rato. Media hora más tarde estaban en un restaurante, departiendo y conociéndose un poco. Fue así como supo que había estado casada, pero hacía tres años que su esposo había muerto. Tenía un hijo, fruto del matrimonio, de ocho años, quien gozaba de una salud muy frágil y a quien desde la muerte de su padre no sacaba de casa. Vicente le ofreció sus condolencias y Yolanda le dio su dirección, a la vez que le decía, con insinuaciones claramente sexuales, que estaría encantada de que la visitara alguna tarde, mejor si era ese mismo día.




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