Cuentos de terror

El intruso de la habitación

Regresé a casa a mitad de la noche, como en tantas otras ocasiones. Había estado en casa de un amigo jugando cartas, e incluso tuvimos tiempo para pasarnos un par de cervezas, pero nada más. Una luna casi llena señoreaba en el cenit del cielo cuando metí el auto en la cochera. Una repentina ráfaga de aire frío me hizo estremecer cuando bajé del coche.

—¡Qué frío! —mascullé, rodeándome con los brazos.

Pronto me di cuenta que no fue la ráfaga de aire la portadora del frío, porque ésta pasó y el frío continuó allí. ¡Demonios! Si estábamos a mitad de verano. De todos modos, no importaba, pronto estaría en la cama, abrazando el cálido cuerpo de mi esposa.

Camino a mi habitación noté que el ambiente se tornaba aún más frío. De pronto me detuve, alarmado. Estaba a mitad de las escaleras, la piel de gallina y un creciente temor en mi pecho.

«No —me dije—. Es simplemente un clima de locos». Pensamientos tenebrosos, y por qué no, absurdos, habían empezado a rondar por mi mente. Los cuales cobraban más fuerza cuando recordaba el calor casi asfixiante que hacía en casa de mi amigo. Muy a mi pesar me encontré pensando en un montón de entes sobrenaturales que portaban el frío con ellos.

Sacudí la cabeza, en un fútil intento de alejar tales pensamientos, y continué escaleras arriba. ¿Por qué tenía el presentimiento de que algo no iba bien?

Llegué al rellano del segundo piso y volví a detenerme, a la vez que aguzaba vista y oídos, tratando de captar algún indicio de anormalidad. Los pasillos estaban oscuros, y apenas divisaba los contornos de unas puertas y de algunos maceteros. Tampoco escuché ruido alguno. Todo estaba igual que siempre. Entonces ¿por qué aquél frío y aquélla inquietud?

Tras otro minuto de impaciente espera, en el que nada raro ocurrió o percibí, decidí que simplemente era paranoia mía. O quizá, después de todo, las pocas cervezas que había tomado me afectaron más de lo que creía.

Tomé el pasillo hacia la derecha y no tardé en plantarme frente a la puerta de mi habitación. En esos momentos el ambiente ya no era frío sino gélido. Giré el pestillo y abrí lentamente la puerta, como si temiera despertar a mi esposa. Aunque en realidad creo que temía a lo que mi instinto me decía que había allí.

Las amplias ventanas tenían las cortinas corridas y, aunque la luna estaba sobre la habitación, una débil luz argéntea se colaba a través de los vidrios. Fue así como descubrí al tipo, de pie, inclinado sobre mi esposa.

Lo primero que me embargó fue una cólera absoluta, pues inmediatamente pensé que mi esposa me engañaba. Apreté los puños a la vez que buscaba con la vista los bates de béisbol que había colgados muy cerca de la puerta. Los vi, y me escurrí con lentitud hacia ellos. El intruso seguía con el rostro cerca del rostro de mi esposa. Es natural que a pesar de la inquietud que sentía y de aquél frío sobrenatural, lo primero que pensara fue que se estaban besando.

Sin embargo, tras una segunda ojeada ya pensaba distinto. No vi los brazos de mi esposa alrededor del cuello del intruso, señal de que ella le correspondía. Y no se movía nadie, ni él ni mi mujer. Y tras un instante vi que el sujeto no estaba inclinado sobre su rostro, sino sobre su cuello.

El pánico y el conocimiento revelador golpearon mi mente al instante, y sin detenerme a pensar en lo que hacía, encendí la luz (tratando de conseguir un efecto sorpresa), cogí uno de los bates y corrí sobre el sujeto. No alcancé a golpearlo. El intruso extendió una mano hacia mí, y no entiendo cómo, salí volando hacia atrás y golpeé contra la pared.

El vampiro se enderezó y me sonrió. Hilillos de sangre, la sangre de mi esposa, se escapaban por la comisura de su boca. Sus ojos centelleaban rojos, y sus colmillos grandes y afilados asomaban amenazantes de entre sus labios igualmente carmesíes. Estaba frente al horror en persona.

Me dolía la espalda sobremanera y sentí que algo caliente humedecía mi cuello. Me llevé una mano a la parte posterior de la cabeza, sentí el líquido mojar mi mano, y cuando la regresé al frente, vi la sangre brillante carmesí. Los ojos del vampiro centellearon, ávidos. Si se abalanzaba en ese momento sobre mí, sería mi fin.

Traté de incorporarme, apoyándome en la pared, a la vez que trataba de ganar tiempo. Se me había ocurrido una idea, una posibilidad de escapar de aquel monstruo, no así de vencer. Pero peor era morir allí, esa noche, sin sangre en las venas.

—¿Quién eres? —Le pregunté. La voz me salió trémula, y las palabras agudas. Así no conseguiría impresionarlo. Tenía que hacerle ver que no le tenía miedo—. ¿Cómo te llamas? —Así estaba mejor.




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