Cuentos de terror

El viejo Elías

Eran las cuatro de la tarde cuando los dos niños se pararon frente a la casona abandonada. Miguel era el mayor de ambos, moreno, cabello negro y de tronco y brazos fuertes. Cumpliría doce el siguiente mes, pero parecía de catorce. Erick era un año menor, delgado, de rostro inmaculado y suave como el de una niña, y de pelo rizado y pelirrojo. El pelirrojo no quería estar allí, pero el moreno sí.

Frente a ellos se alzaba, imponente, aterradora, la vieja casa de los Wattley, muertos hacía cien años, si se hacía caso a las historias. La casona era de tres plantas, en su mayoría de madera, pero no se había venido abajo por el peso de los años. Tenía la pintura desconchada, aquí y allá se habían caído unas tejas del techo, y la maleza la cubría como si fuera parte del bosque en la que se hallaba. Su color era gris, ominoso. Erick creía que en esa casa había fantasmas, así se lo dijo a su amigo.

—No seas gallina —le dijo Miguel—. Los fantasmas no existen. Sólo es una casa vieja que nadie ha querido comprar.

—Porque hay fantasmas —insistió Erick.

Miguel soltó una carcajada y le palmeó la espalda.

—A veces olvido que sólo eres un niño —dijo—. Pero ahora necesito que seas hombrecito y me sigas. Aunque no tan hombrecito, porque entonces ya no me servirías —le sonrió con picardía a la vez que se tocaba la entrepierna.

Erick se sonrojó.

Conocía a Miguel apenas hacía un mes. Iban juntos a la misma escuela, pero nunca habían cruzado más que un par de miradas. Hasta hace poco, cuando dos niños lo estaban golpeando en el baño y lo llamaban maricón. Miguel ahuyentó a los chicos malvados y lo ayudó a ponerse de pie y a limpiarse. Su ayuda fue tan desinteresada y sus gestos tan tiernos que Erick se supo del otro chico inmediatamente. En el mes transcurrido habían intercambiado caricias, castos besos, e incluso se habían tocado sus miembros, pero nada más. Hasta ese día. El chico pelirrojo amaba a Miguel, así que superpuso su amor al miedo que le inspiraba la casona y le siguió.

Miguel empezó a forzar una ventana con un madero, dando fuertes y secos golpes. Los golpes retumbaban secos, rompiendo el silencio del bosque.

Creí que la madera estaba podrida —dijo Erick, sólo por decir algo.

—Tendría que estarlo —comentó Miguel—, dado que es muy vieja.

Volvió a golpear, la ventana vibró, pero no cedió. Erick pensó que, si presionaba ahora, podía convencer a Miguel de ir a otro lugar.

—Tal vez no sea posible entrar —tanteó—. Por qué no vamos a otro lugar. ¡El bosque! Estamos en medio del bosque, escondámonos detrás de unos árboles.

—¿Estarías tranquilo detrás de unos árboles? —Miguel enarcó una ceja—. Y si alguien nos encuentra, ¿qué le diré? No quiero que crean que soy una marica.

Aquello le dolió a Erick. Miguel debió notarlo porque luego se arrepintió.

—Lo siento, no debí decir eso.

—Y si mejor regresamos a casa —de pronto Erick ya no estaba tan seguro de querer hacerlo, menos en aquél lugar—. Podemos ir a mi habitación, y encerrarnos diciendo que vamos hacer tarea.

—Tú mamá ya sabe que no vamos al mismo grado —dijo Miguel—. Además, el otro día por poco nos sorprende ¿recuerdas? Cuando decidiste al fin ponértela en la boca. De suerte que fue educada al llamar antes de entrar, sino…

—Por favor ya no sigas —pidió Erick. Ese día creyó que moriría. Apenas le había dado una lamida al miembro de Miguel cuando su madre llamó a la puerta. No, no quería ni pensar en lo que diría si descubría sus preferencias.

—De acuerdo —accedió Miguel—. Pero entérate que no tenemos mucho dónde escoger. Así que quédate allí de pie, sin moverte, para que tu culito no sude, mientras yo tiro la ventana, aunque en ello se me vayan las manos.

Y así lo hizo, golpeó y golpeó, hasta que al fin la ventana empezó a combarse hacia dentro. Por último, la ventana se abrió y un pasador, bastante brillante pese a tener cien años, salió volando.

—¡Ya está! —dijo, eufórico—. Vaya que estaba duro esto. Y cómo no, si parece que la madera y el hierro tienen un año y no cien como dicen.

Se limpió el sudor de la frente con el dedo índice, pero antes que terminara, Erick se le acercó con un pañuelo y le limpió el rostro, cuello y brazos. Miguel se sintió conmovido, escudriñó en derredor, y tras asegurarse que nadie los veía, le besó en los labios. Después saltó al alfeizar de la ventana abierta y ayudó a Erick a entrar. Éste tenía miedo de entrar a esa casa, un miedo aterrador si se lo preguntaban. Pero era Miguel quien le tendía la mano y lo invitaba a entrar ¿Qué esperaban que hiciera?




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