Cuentos de terror

La mujer de plata

Rick Wood se mudó a su nueva casa un día de invierno. Del cielo caía una incesante llovizna y un viento racheado mecía a ráfagas los arbolillos y flores del jardín. Era una casa vieja y grande, pero bien cuidada, a pesar de lo exiguo de su renta. Era una de las muchas casas de una residencia privada, no de mucho prestigio, pero aun así mejor a lo que los escasos recursos de Rick habían aspirado.

Rick sabía que la casa había sido habitada por decenas de familias antes que él, pero ninguna la había ocupado más de un año. Eso le producía una extraña inquietud. De todos modos, no le puso atención al asunto y trasladó sus cosas con ayuda del personal de mudanza.

Esa primera noche Rick se preparó una taza de café muy cargada (antes acostumbraba tomar red bull, pero ahora tenía que ahorrar en todo), se sentó frente a la computadora en su estudio y se preparó para una larga jornada de trabajo.

Rick era escritor.

A media noche cerró la laptop y encendió un cigarrillo, frustrado. Hacía mucho que no tenía una buena idea, ni siquiera una idea medianamente buena. Fue por eso que había dejado su apartamento en el centro de la ciudad. Sencillamente hacía más de un año que no ganaba un centavo con su trabajo. Y si no lograba escribir algo que se vendiera dentro de un período de pocos meses, se iría a la quiebra. La sola idea lo aterraba.

Le dio una buena bocanada al cigarrillo y subió los pies al escritorio, haciendo a un lado la computadora. Llevaba días así, pensando, pensando, escribiendo, escribiendo, y al final se daba cuenta que todo era basura. Estaba estancado, frustrado, y lo peor de todo es que ni siquiera contaba con la posibilidad de darse unos días de descanso, para tomar nuevos aires. Tenía que sacar algo, pronto.

De momento todo estaba bien. Podía pagarse aquella casa. Podía comprar uno que otro libro. Comía bien. Tenía ropa buena. Pero todo eso se iría a la fregada si no conseguía algo… Se volvió a llevar el cigarrillo a los labios.

De pronto un ruido lo sobresaltó y se puso de pie de un salto. Se quedó quieto un momento, tratando de escuchar algo. El silencio envolvía el lugar como una manta, pero era un silencio ominoso, intranquilizador. La quietud se mantuvo largo rato hasta que el ruido volvió a producirse.

—¿Qué demonios? —masculló— ¿Un gato?

No estaba equivocado. El maullido, lastimero, volvió a producirse un minuto después.

—No me dijeron que había gatos en la casa —su voz sonó extraña, fuera de lugar—. Debe ser de algún vecino —se convenció.

Se fue a la cama a las dos de la madrugada, tras darle un par de vueltas a unas ideas para escribir un libro, pero al final las terminó desechando, como todo. Lo último que oyó tras sumergirse en un sueño profundo fue el maullido de un maldito gato.

Se levantó a las diez de la mañana, completamente descansado y con nuevos bríos. Tras una ducha relajante, se preparó huevos con tocino y fue al centro comercial, concretamente a la librería. No compró nada, simplemente espió los títulos más recientes de los escritores de moda. Ver el éxito de los demás le insufló nuevas energías, de modo que tomó un almuerzo tardío y regresó a casa bastante alegre, dispuesto a esforzarse y sacar de su cabeza algo que también pudiera figurar en los estantes de las librerías de todo el país.

Encontró al gato, negro, en el sofá. Estaba hecho un ovillo.

—De modo que eras tú el de anoche —dijo. Lo cogió en brazos y lo acunó en el pecho. El gato ronroneó y le acarició en el mentón con la cabeza. Rick rió—. Tranquilo, me haces cosquillas. Ahora vayamos a averiguar quién es tu dueño.

Con el gato junto a su pecho, buscó la puerta. Giró la manecilla y salió, dispuesto averiguar quién era el dueño del felino. Iba a cerrar la puerta cuando se percató de que el gato ya no estaba en sus brazos.

—¿Pero cómo…? —Se preguntó alarmado— Ni siquiera me di cuenta cuando saltó. Ahora tendré que buscarlo.

Lo buscó, y lo llamó, imitando con su boca lo mejor que podía los maullidos, pero el gato no apareció. Al finalizar la búsqueda ya no estaba de tan buen talante como al principio.

«Bueno, si se fue, mejor que mejor.»

De todas maneras, no se sentía tranquilo.

Olvidó el asunto del gato y se puso a escribir. Era una historia de amor. Había decidido escribir una historia de amor. En base a periódicos y artículos había descubierto que las historias de amor vendían. Pero ¿qué sabía él del amor? Si su novia lo había dejado desde hacía seis meses, cuando vio que ya no producía nada. Pensar en su novia lo hizo sentir ganas de llorar (o mejor dicho “exnovia”), así como una extraña picazón por llamarle. Sí, llamarla e invitarla a ver su casa. Desde luego era una buena idea.




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