—Como que ya tardó bastante, ¿no? —dijo Enrique, dejando a un lado una hoja que contenía insufribles e incomprensibles fórmulas matemáticas.
—¿Te refieres a Dan? —preguntó Jennifer.
—¿Dan? —Se sorprendió Marcos—. ¿Lo conociste esta noche y lo llamas Dan? A mí nunca me has llamado Marc o algo así.
—Vamos, no seas payaso. Sólo soy amable. Además, lo conocemos desde hace casi un año, sólo que nunca lo habíamos tratado.
—Pero ya se tardó, ¿verdad? —Insistió Enrique.
—Puede que esté malo del estómago —dijo Marcos—. Ojalá esté malo del estómago. Resulta que además de geniecito ya me ganó el cariño de mi novia.
—Que no soy tú novia.
—Aún no, pero lo serás.
Ambos iniciaron una pequeña discusión. Enrique ignoró a ambos. Sus pequeñas discusiones no era nada nuevo. Es más, formaban parte de la rutina.
Se suponía que debía estar feliz. Aún no era ni media noche y ya casi terminaban la tarea. Todo gracias a Daniel. Ellos tres, solos, no la hubieran terminado nunca. Era imposible entender aquel galimatías de números que los profesores insistían en dejarles de tarea. Sin embargo, no estaba feliz. No es que estuviera triste. Pero había algo que lo tenía inquieto, y no daba con ese algo. Y la tardanza de Daniel sólo servía para incrementar esa inquietud.
—Creo que iré a ver si se encuentra bien —dijo.
—Déjalo tranquilo —dijo Jennifer.
—Deja que se muera —dijo Marcos. Recibió una mirada ceñuda cortesía de la chica.
—Le daré otro par de minutos —concedió al fin.
No obstante, no se quedó tranquilo y fue imposible que volviera a concentrarse en la tarea. La inquietud seguía carcomiéndole por dentro. Y no saber qué provocaba su inquietud lo ponía más inquieto. Buscó mentalmente alguna causa. Pero no encontró ninguna que lo convenciera. Estaban solos en casa, sus padres habían salido, pero no era por eso, puesto que no era la primera vez que se quedaba solo. Tras darle vueltas otro par de veces al asunto, sin proponérselo, empezó a pensar que tal vez tenía que ver con Daniel.
Daniel era un tipo muy guapo, demasiado guapo, a decir verdad. Eso ya era inquietante. Y si además no sacaba provecho de ello, llevándose a la cama a unas cuantas de sus enamoradas, eso también era inquietante. Pero no, la cosa no iba por allí. Quizá lo que le inquietaba era su silencio. Hablaba muy poco, solo lo imprescindible, y se mantenía apartado del resto lo más que podía sin incurrir en descortesía. No sólo allí con ellos, también en la escuela y donde quiera que lo chocaran. Pero tampoco creía que fuera eso.
Un profesor lo había metido en su grupo para hacer la tarea. Siempre habían sido tres. Ahora eran cuatro. Pero tampoco era eso. Quizá era porque ya llevaba casi media hora en el baño. Entonces se le ocurrió que tal vez no estuviese en el baño, sino que anduviese husmeando en la casa, sin el consentimiento de nadie, albergando quién sabe qué intenciones. Sí, eso debía ser, se dijo.
Pensaba en ir a buscarlo cuando Daniel regresó.
—C-chi-cos —balbuceó.
Se hallaba recostado en la esquina de una pared, tenía el rostro macilento y respiraba entrecortadamente. Enrique se llevó una gran impresión cuando lo vio. Era increíble lo que había cambiado en tan poco tiempo. O se mandaba una gran diarrea o padecía una enfermedad verdaderamente anormal.
—¿Qué te ocurre? —Preguntó. ¿O quizá era esa su inquietud?
—C-casa. Tengo que… ir a casa.
Jennifer se había levantado de un salto, y tras la impresión inicial corrió al lado de Daniel y le pasó una mano por la cintura y se colocó uno de los brazos del chico sobre su hombro.
—¿Qué esperan? —espetó—. Ayúdenme a sentarlo ¿no ven que necesita ayuda?
Marcos fue a ayudar, no tan entusiasmado como Jennifer. Enrique fue a la cocina por un vaso de agua.
—C-casa. T-te-ngo que ir.
—No. Jamás llegarías a casa en ese estado —dijo Jennifer.
Cuando Enrique regresó con un vaso de agua, sus amigos habían recostado a Daniel en un sillón. El chico tenía el rostro demacrado, sus ojos parecían hundidos y una gruesa capa de sudor perlaba su rostro.