No era muy tarde. Las nueve, o como mucho las diez. Sin embargo, todo el vecindario parecía dormir, y eran escasas las ventanas que dejaban escapar un poco de luz. Darwin pensó que eso era inusual. Y sintió miedo. También notó que la temperatura había descendido y la noche se estaba poniendo mucho más que fresca. No llevaba chaqueta, sólo playera, de modo que tuvo que rodearse con sus propios brazos y frotarse el cuerpo para calentarse un poco. El vaho escapaba por su boca en pequeñas nubes blancas.
Era esa noche una noche atípica. Y Darwin tenía miedo.
Las farolas a orillas de la calle, como poniéndose de acuerdo, se habían apagado: una sí, una no. Darwin jamás había visto algo así. Era normal que se averiaran algunas, pero nunca en aquella distribución tan peculiar. Por lo que la noche, sin luna, era más negra de lo que debería ser. Y esa oscuridad le daba miedo. Pero no era el miedo que lo atormentaba.
En las cinco manzanas que llevaba caminado no se había encontrado con nadie. La calle parecía desprovista de vida, exceptuándolo a él. Tampoco había voces ni ruidos provenientes de las casas frente a las que pasaba. Era el único ser viviente en aquella calle. Y eso le daba miedo. Pero no era el miedo que lo hacía abrazarse con fuerza y mirar a uno u otro lado.
Lo que de verdad le daba miedo era todo el conjunto. La inusitada oscuridad. La inesperada soledad. El inverosímil silencio. Y el insospechado y escalofriante frío. Pero sobre todo esto prevalecía algo más. Algo a lo que no sabía cómo referirse. Era como un aura que flotaba o como un presentimiento o como un picor entre los omoplatos o… o como un sentimiento de culpa. No lo sabía. Pero se sentía amenazado, vigilado, señalado…
Ya no faltaba mucho para llegar a su casa. Cinco o seis manzanas. No estaba seguro porque hacía rato que no levantaba la vista de la acera. Temía que al levantarla vería algo más que la oscuridad. Cinco o seis manzanas. Pero se le antojaban cinco o seis kilómetros.
Ya se había acostumbrado al silencio cuando éste se vio interrumpido. No fue una interrupción brusca, sino más bien leve, casi inaudible. Tanto así que Darwin se encontró preguntándose si había sido un sonido real. De todas formas, apretó el paso, pero sin echar a correr. Y allí estaba el sonido de nuevo. Como de pisadas, torpes y desacompasadas, las primeras muy leves, las siguientes más audibles. Entonces se detuvo y dio un giro brusco. Tras él no había nada. Ni a los lados. Y los ruidos también habían cesado. Estaba en una parte donde la luz de las farolas no llegaba. Y aunque no miraba a nadie, nada le aseguraba que no hubiera algo cerca, camuflado en la oscuridad.
Con el miedo acrecentándose en su interior, Darwin reanudó la marcha. Mantuvo los oídos aguzados y continuamente volvía la vista atrás. El frío le atería la piel y el viento producía ruidos furtivos. Durante unos momentos parecía que lo de las pisadas era cosa imaginaria. Pero volvieron. Ésta vez más fuertes, más rápidas, más enervantes. Darwin iba echarse a correr, pero aún reunió algo de coraje y volvió la vista atrás. Las pisadas cesaron en cuanto empezó a girar el cuello, y descubrió una sombra escurriéndose entre unos arbustos. No logró identificar la sombra, no sabía si era humana, animal o de algún monstruo de leyenda, pero para Darwin fue suficiente. Se echó a correr como un loco. No importaba que lo vieran corriendo, no importaba que mañana los vecinos lo tacharan de chiflado por andar corriendo a tales horas de la noche, no importaba, porque de alguna manera Darwin sabía que corría por salvar la vida.
Le pareció que su carrera duraba una eternidad, y que las manzanas eran mil kilómetros. Pero aun así corrió, sin reducir la velocidad ni un momento. De vez en cuando captaba algún ruido, y en un par de ocasiones logró atisbar, por el rabillo del ojo, los indicios de una sombra. Mas no se atrevió a detenerse, ni a volver la vista.
Cuando por fin llegó a su casa, sudaba copiosamente y jadeaba como un fuelle. Las manos le temblaban cuando sacó las llaves de su bolsillo y le costó aún más meterla en la ranura de la cerradura. Y cuando la llave se le cayó y se agachó para recogerla, vio que una sombra pasó fugaz por la cara de la puerta. Se volvió a gran velocidad, pensando que, si veía venir el golpe, podría esquivarlo. Pero tras él no había nadie, sólo la calle y el silencio. Se serenó un poco y logró abrir la puerta. Luego corrió a su habitación.
Se metió a la cama tan deprisa que sólo se quitó los zapatos, y se cubrió de pies a cabeza con las sábanas. Durante un buen rato no oyó más que el retumbo de su corazón y su jadeante respiración. Poco a poco estos fueron regresando a su ritmo normal. Y ya más calmo, pudo pensar con claridad. ¿Qué le ocurría? ¿Qué había ocurrido allá afuera?