En la foto aparecía él. Abrazaba a Diana. La sonrisa de ambos era brillante, era una sonrisa de felicidad. “Diana y Arthur, para siempre”. Diana había escrito el epígrafe, con pulcra caligrafía. De eso hacía una eternidad. No pudo contener la solitaria lágrima que desde hacía ratos pugnaba por salir de uno de sus ojos. Tampoco reprimió un profundo suspiro. “Fuiste lo mejor mientras duró. Lo siento mucho”. Aquella frase la había escrito al reverso de la fotografía, cuando un año atrás se la mandó devolver.
No entendía por qué seguía tan prendado de ella. «Porque sólo te enamoras una vez». Era una frase que había oído en muchas ocasiones, siempre la había considerada falsa, ahora ya no estaba tan seguro. Volvió a suspirar y metió la foto en el cajón de costumbre. Abrió un segundo cajón y sacó la botella de vino que había recibido una semana atrás. No tenía etiqueta, de modo que no había forma de saber su nombre ni el de la compañía que lo había fabricado, y su tapón era un corcho viejo y amarillento. Venía con una simple nota, en un papel viejo y arrugado: “Resolverá tú problema”.
Arthur dudaba que una borrachera resolviera sus problemas. Como mucho disolvería sus penas durante un rato. Aunque no dejaba de ser curioso que la nota fuera específica en ese sentido: “… tú problema”. Arthur brincaría de alegría si sólo tuviera un problema. Estaban sus tres meses sin empleo, las dos cuotas atrasadas de la hipoteca, el semestre perdido en la universidad, la enfermedad de su madre en la que había invertido sus últimos ahorros y, el que más daño hacía a su alma, su amor por Diana. De alguna forma sabía que la nota, una broma de sus amigos, se refería a esto último.
En el año transcurrido desde que Diana había terminado con él se había emborrachado no pocas veces, sus amigos ya deberían saber que eso no resolvía el problema. El problema era que su corazón se negaba a aceptar la realidad, y la realidad era que esa tarde, puede que, en esos mismos instantes, Diana caminaría al altar. Ese pensamiento le produjo un sordo dolor en el pecho y se apresuró a abrir la botella. El sacacorchos se incrustó mal y cuando retiró la tapa, después de un esfuerzo poco usual en esos menesteres, el vino salpicó y le manchó los pantalones grises y la chaqueta marrón. Maldijo un rato y después fue a buscar una copa.
Una vez tuvo listo todo se sentó en el mullido sofá, dejó la botella en la mesita de centro y sostuvo la copa con el vino escanciado en la mano. El caldo era rojizo, casi del color de la sangre, y el olor, agridulce y avinagrado, también despedía un aroma a oxido. «¿Será otra broma de los chicos?» Sus amigos eran bromistas, pero si le habían enviado sangre en lugar de vino, se encargaría de que se la pagasen caro. Con tiento se llevó la copa a los labios y dio un pequeño sorbo. Sabía a frutas, sabía a besos, a jugos de mujer, a sangre; sabía a más.
«¿Qué demonios es esto?» Con todo volvió a llevarse la copa a la boca y la vació de un trago. Los raros sabores seguían allí, más fuertes, más identificables, más apetecibles. Sintió calor en la garganta y su estómago protestó durante unos instantes, revuelto, pero se apaciguó momentos después. Se levantó, trastabilló, mantuvo el equilibrio a duras penas, y soltó una sonora carcajada. ¿Borracho tan pronto? La idea le pareció divertida y volvió a reír. Cerró la boca un momento después y le pareció que la risa se mantenía en el aire un rato más. Eso era raro.
Volvió a dirigirse al mueble de los cajones, esta vez con pasos más seguros, y regresó con una cajetilla de cigarrillos y un encendedor. Prendió uno y le dio una fuerte calada; expulsó el aire formando círculos y los miró fijamente hasta que perdían forma y desaparecían de su vista. Notaba los músculos más relajados y el pensamiento un tanto embotado. Vino o no, sin duda era algo que cumplía con su cometido: embriagar. Se sirvió otra copa y se la bebió a sorbos.
La tarde fue transcurriendo en aquella monotonía: cigarrillo, vino; vino, cigarrillo. Con cada minuto que pasaba sentía la mente más embotada, sin embargo, el dolor seguía allí, y puede que más fuerte. Imaginó la catedral, a las damas con sus vestidos y a los caballeros con sus esmóquines, las agujas de pino y los pétalos de rosa alfombrando el enlosado, imaginó al padre de rostro bondadoso e imaginó a la novia vestida de blanco, con el velillo cubriéndole el rostro. Pero él podía ver ese rostro, esos ojos oscuros, esa nariz pequeña, esos labios carnosos; ese rostro que en sueños veía y que tanto añoraba. Pero también lo imaginó a él, al novio, y sintió la rabia reverberar en su interior. Apuró los restos de vino de su copa y le dio una calada con rabia al cigarrillo. Fue expulsando el humo poco a poco y sintió cómo la calma regresaba lentamente.