Por una vez he decidido escribir esta historia para que todo el mundo pueda leerla. Ocurrió hace ya algunos años. Y ha sido la experiencia más traumática, aterradora y amarga que he vivido. Marcó mi vida de distintas maneras. E incluso estuve cerca de ir a la cárcel, pero no se halló las pruebas para culparme. Y mi padre que recurrió a contactos y numerosos sobornos. La he contado en pocas ocasiones, basta decir que nadie me creyó. Ahora me limitaré a escribirla, y ya ustedes sabrán opinar.
Hablaré de todo a grandes rasgos. Si detallara minuciosamente lo que ocurrió podría escribir un libro de decenas de miles de palabras. Y podría hacerlo, y sé que se vendería porque a la gente le encanta chismorrear sobre la desgracia ajena. Si no me creen miren a su vecino cuando toma el periódico, se darán cuenta que lo primero que busca son los grandes accidentes y muertes con fotografías a color. Y no se sientan mal, que sé que ustedes hacen lo mismo. Pero no lo haré. No escribiré algo con fines de lucro porque quise y quiero mucho a los que fueron mis acompañantes en tan horrenda aventura.
Recuerdo a Karen, con sus ojos azules, su rubio cabello y su sonrisa hechizante. Siempre fui su enamorado, aunque ella nunca lo supo. Y ella me amaba, y sólo lo supe hasta el final. ¡Ay, qué doloroso recuerdo! También estaba Wendy, alta, esbelta, con el cabello negro. Cristian, el galán del grupo. Adiel, el más pequeño de edad y de tamaño, con sus infaltables lentes de montura cuadrada. Fernando, el pelirrojo o cabeza de fósforo, como a veces le decíamos. Alise, que había sido novia de mis tres amigos y de media universidad. Y por último estaba yo, Alejandro, el de la camioneta último modelo y del papá con dinero. Quizá por esto mismo era prepotente y altanero, pero ellos me soportaban y me querían.
Estábamos de vacaciones en ese entonces. Recuerdo que empezamos a tomar en mi casa, los siete. No conformes con eso nos fuimos a una discoteca. Ingerimos ingentes cantidades de alcohol y también cocaína y nos divertimos como dementes. No sé cómo ni a quién, pero a alguien se le ocurrió la grandiosa idea de tomar unas cervezas en la cima de un templo maya. ¿Pueden creerlo? ¡En un templo maya! Lo peor de todo es que en nuestro estado nos pareció una idea de lo más formidable.
El lugar turístico, una antigua ciudad maya, estaba a casi doscientos kilómetros de donde nos hallábamos. De modo que planeamos. Un plan de borrachos y drogados. Eran las dos de la mañana. A toda marcha llegaríamos en unas dos horas, saltaríamos la malla metálica y nos escurriríamos a la cima del templo más alto. El amanecer nos encontraría en la cima del mundo, felices, ebrios. Así de simple. A veces me pregunto si lo que se divirtió con nosotros después nos influenciaba desde esos momentos.
Manos a la obra. Al instante siguiente estábamos todos dentro de mi camioneta. Yo manejaba, todos querían conducir, pero les dije que estaban borrachos, como si yo hubiese estado más sobrio. Pisé el acelerador a fondo. En carretera todo fue bien. Escoramos un par de veces, pero nada más peligroso. Un centenar de kilómetros más adelante entramos a una carretera de terracería. En algún momento debí equivocar el rumbo, coger algún camino lateral, porque de pronto caía en la cuenta que el camino por el que iba era de tierra. No podía ser. El camino correcto era todo de balastre. Se lo dije a los chicos. Me dijeron que diera la vuelta.
Eso fue lo que ocurrió. Golpeé con algo. Al instante siguiente dábamos vueltas en el aire. Fueron dos o tres, no recuerdo bien. Todo sucedió tan rápido que ni siquiera tuve tiempo de sentir miedo. El coche cayó de costado, hizo equilibrio y cayó sobre las ruedas. Terminamos de romper los vidrios para salir, ya que las puertas se habían atascado. Yo tenía un golpe en la frente y un cristal se había metido medio centímetro en mi pierna. Nada grave. Los demás también estaban bien, algunos cortes y contusiones menores, pero nada irreparable.
El coche había quedado inservible. No me preocupaba mucho el coche, lo que me preocupaba era salir de allí. Volví a meterme por la ventanilla e intenté arrancarlo, y ocurrió lo lógico, nada. Salí rascándome la cabeza y tocando el chichón que se me había hecho en la frente.
—No arranca —dije—. Tendremos que pedir ayuda.
Recurrimos a los celulares. Sorpresa. Nadie tenía cobertura.
—¿Y ahora qué? —preguntó Alise, que en esos momentos vendaba con un pedazo de tela un brazo de Cristian.
—Habrá que caminar —dije— Todos pueden ¿verdad? Saldremos a la carretera y le pagaré al primero que nos encontremos para que nos lleve a casa.
—O podemos esperar —dijo Jennifer—. Esto también es una carretera. Ese al que piensas pagar también puede pasar por aquí.